Soberanía     Democracia

       

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 “Auctoritas y potestas

Del deshonor del jurista al descrédito de la justicia en España.

 

   En la Roma clásica se atribuía la potestas a quienes ostentaban el poder político, un poder con una autoridad que emanaba de la legitimidad otorgada por el nombramiento para un determinado cargo con facultad de mando en la sociedad y que imponía sus decisiones mediante la coacción y la fuerza. Esa misma sociedad reconocía la condición de auctoritas en aquellas personas que se distinguían por sus características morales e intelectuales, un reconocimiento de prestigio y respeto que le otorgaba un poder que no era vinculante, pero sí socialmente reconocido e influyente.

   Traigo a colación estas reflexiones para ponerlas en valor con el lamentable espectáculo que, políticos y juristas, vienen ofreciendo a la hora de cumplir con el mandato constitucional de renovar, tanto a los miembros del C.G.P.J. (Consejo General del Poder Judicial), como a los magistrados que conforman el T.C. (Tribunal Constitucional).    

   Son estos unos procesos de elección donde la clase política, en connivencia con las élites juristas, con total descaro y sin pudor alguno, entran en el juego de la contraprestación de favores y la postulación interesada para ocupar un puesto relevante en las más altas instancias jurídicas del Estado.

   La normativa que regula la designación y nombramiento de quienes van a conformar el C.G.P.J. y el T. C. otorga a la clase política (Gobierno, Congreso y Senado) un papel preponderante, en la designación de sus miembros. Aprovechándose de ello, y buscando sacar un posterior rédito interesado a sus decisiones, entran en un maquiavélico juego, donde, políticos y juristas, muestran un manifiesto desprecio a las normas constitucionales, al no respetar y tener en consideración las cualidades de competencia profesional y prestigio que dicen deben reunir los candidatos que se proponen para su nombramiento.

   Según la Constitución, los miembros del C.G.P.J. se elegirán, “entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión”. Por otro lado, dice también, los miembros del T.C., “deberán ser nombrados entre Magistrados y Fiscales, Profesores de Universidad, funcionarios públicos y Abogados, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional”.

   Atendiendo, pues, a las cualidades que deben reunir los juristas que se propongan como miembros, tanto del C.G.P.J. como del T.S., habremos de convenir que, al margen de acreditar su antigüedad como reconocidos juristas, deberán estar avalados por una personal auctoritas al estilo de la que, el derecho romano, reconocía a quienes gozaban de un gran prestigio y autoridad por sus cualidades morales e intelectuales.

   Una auctoritas que, no dudamos pudieran ostentar gran parte de los que componen el colectivo de la élite jurista, pero una auctoritas que dilapidan aquellos que entran en el juego que les propone la clase política al aceptar postularse para ocupar el puesto que les ofrecen como miembros del C.G.P.J o del T.S. Un juego en el que, ninguna de las partes pone reparo alguno en arriesgar y sacrificar todo cuanto fuera necesario con tal de satisfacer sus ambiciones personales.

  Así, en un lado, tenemos a la clase política que, arrastrada por su interés de nombrar para esos relevantes puestos a determinados juristas, intentan vender el neutral y cualificado perfil profesional de unos candidatos que, cuando no han estado ligados con cargos públicos a la fuerza política que los propone, es pública y notoria su manifiesta afinidad hacia la misma. Con este proceder, las fuerzas políticas buscan inclinar la balanza a su favor en asuntos judiciales relevantes, por la actuación partidista de los miembros que, a su propuesta, han resultado nombrados para ocupar un puesto en los órganos de las instituciones que tienen que decidir sobre esos asuntos de gran trascendencia, tratando de aplicar la legalidad vigente en defensa de los intereses generales del Estado y no los particulares del gobierno de turno o de cualquier otra fuerza política o colectivo social.  

   En el otro lado, y en connivencia con la clase política, no faltan dentro de la élite jurista, profesionales que en algún momento han gozado de un cualificado perfil pero que, llevados por sus ambiciones personales, están dispuestos a entrar en el juego que se les propone y postularse para ocupar alguno de los importantes puestos vacantes en el C.G.P.J. y T.S. Profesionales de la judicatura, abogacía o notables juristas académicos dispuestos a sacrificar su cualificada trayectoria, a cambio de conseguir un relevante puesto en las más altas instancias judiciales del Estado.

   Unos juristas que, permítanme la expresión, están dispuestos a vender su alma al diablo para satisfacer unos ambiciosos intereses personales o, con otras palabras, unos juristas que están dispuestos a tirar por tierra la auctoritas que pudieran haber acumulado en su trayectoria para conseguir la potestas que les otorgará su nombramiento. Es este un trueque que, al jurista que se presta a ello, parece no importarle, al igual que tampoco parece afectar a los políticos que se congratulan con su nombramiento, pero que tanto unos como otros debieran de considerar y valorar el daño que, con su actuación, están causando al desprestigio de la justicia y a la, cada vez más, falta de confianza del pueblo en su aplicación.