Soberanía     Democracia

       

                         Los pilares del Estado  

 

 

LAS PRIMERAS DECLARACIONES DE DERECHOS. LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA

 

  • CONSIDERACIONES PREVIAS SOBRE LA SINGULARIDAD DE LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA
    • Colonos v/s indígenas. Sus confrontadas teorías sobre la propiedad de la tierra
  • LA GÉNESIS DE UN SENTIMIENTO UNITARIO, GERMEN DE LA REVOLUCIÓN
    • Preliminares
    • Los orígenes y la evolución de la población fundacional
    • Educación y cultura de la población colonial
    • Hechos y acontecimientos generadores del sentimiento unitario
  • EL COMPONENTE IDEOLÓGICO Y CULTURAL DE LA REVOLUCIÓN
    • Las inquietudes culturales imperantes en la sociedad colonial
    • Los cimientos ideológicos del movimiento revolucionario. El debate público en los folletos y la prensa
    • El Common Sense de Thomas Paine
  • EL IDEAL DEMOCRÁTICO DE LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA
    • Los pactos fundacionales y las resoluciones fundamentales en el origen y gobierno de las colonias
    • Las Declaraciones de Derechos
  • LA DECLARACIÓN DE DERECHOS DEL BUEN PUEBLO DE VIRGINIA
    • Cuestiones preliminares. Su incidencia en las otras Declaraciones
    • Precedentes. Inquietudes y sentimientos
    • La gestación de la Declaración y los fines que se perseguían
    • Fuentes de inspiración
    • Sobre el contenido y la formulación de la Declaración
  • LA DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA O LOS PRINCIPIOS DE UN NUEVO ORDEN
  • EL DESENLACE CONCLUSIVO EN EL DEVENIR DE LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA. DEL CONGRESO CONTINENTAL DE 1774 EN FILADELFIA A LA CONVENCIÓN DE FILADELFIA DE 1787

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CONSIDERACIONES PREVIAS SOBRE LA SINGULARIDAD DE LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA

 

  Hablamos de revolución americana para referirnos a los sucesos acaecidos en la segunda mitad del siglo XVIII en gran parte de los territorios del norte del continente americano, y que abocarían en el surgimiento de lo que hoy conocemos como “United States of America (USA)”.

  Y hablamos de singularidad por las particularidades que precedieron y, hasta cierto punto, empañaron el despuntar de estos hechos, y que, a nuestro juicio, marcan una clara diferencia con los que ya hemos referido al abordar la cuestión revolucionaria en Inglaterra, así como la que después abordaremos al referirnos a lo acontecido durante la llamada “Revolución francesa”. Una singularidad que no se daba en estas otras y que, siempre en nuestra opinión, confiere a la revolución americana una nota distintiva respecto a aquellas. Tanto en Inglaterra, como luego en Francia, las acciones revolucionarias van dirigidas contra los poderes establecidos que venían rigiendo en sus territorios desde antaño. Unos poderes a los que todos estaban sometidos y que, en mayor o menor grado, eran por todos asumidos y reconocidos.

  No serían las mismas circunstancias, respecto a los poderes establecidos, las que se darían en la revolución americana. Bastante tiempo atrás a que esto sucediera, cuando arribaron los primeros colonos, el poder establecido en estos territorios americanos, se encontraba en manos de la población nativa, que lo ejercía a través de sus propios dirigentes en función de sus diversas y ancestrales costumbres. Así, comenta John Elliot[1] que, tanto la América que hallaron los españoles como la que encontraron los ingleses, la componían una gran diversidad, dice él, de mundos en miniatura, cada uno con sus propias características en cuanto a la orografía y el clima, y que lo mismo se puede decir de las gentes que los habitaban. Una diversidad, sigue diciendo citando a John Smith en su Description of Virginia, que afectaba incluso al lenguaje en el que hablaban, que necesitaba de intérpretes para comunicarse entre ellos.

  Lo singular para nosotros en la revolución americana es que, ésta, como cabría esperar en una situación como la que se dio en aquel momento, no la llevó a cabo la población nativa contra las potencias que invadían sus territorios y les arrebataban sus tierras. Serían los propios invasores quienes se levantaron en armas contra su mismo gobierno. Un gobierno que tenía su sede lejos de aquellas tierras, en nombre del cual, y contando con su favor y protección, habían usurpado la propiedad de lo que, por naturaleza y tradición, pertenecía a la población autóctona, y a la que habían esquilmado y aniquilado hasta casi su extinción.

  La cuestión esencial que llama nuestra atención en las singularidades que observamos en la revolución americana, se centra principalmente en la fundamentación, razonamiento y defensa de las teorías, en las que después profundizaremos, de las que se valieron los colonos allí establecidos, a la hora de defender y justificar la apropiación de las tierras que estaban ocupando. Cuál no sería el énfasis y el empeño que debieron poner aquellos colonos en la justificación de sus decisiones que, con el triunfo de su revolución y la evolución de los hechos posteriores, han conseguido pasar a la historia como líderes de un proceso democrático para ejemplo de la posteridad. Una historia que parece haberse olvidado de todo lo acaecido desde la llegada de los primeros colonos y de cómo se fueron desarrollando los hechos posteriores en sus enfrentamientos y disputas con quienes venían ocupando las tierras a las que arribaron.

 

Colonos v/s indígenas. Sus confrontadas teorías sobre la propiedad de la tierra

   Para nosotros, lo elemental en esta disputa reside en las argumentaciones que los colonos esgrimían para ocupar y tomar posesión de la tierra y las que los nativos defendían en oposición a tales intenciones.

  Cuenta Wilbur Jacobs que, el indio, “consideraba a la tierra como algo que le había sido otorgado por los poderes sobrenaturales para uso del hombre y que no estaba sujeto a ventas o a la propiedad individual[2]. Para los hombres de las tribus, comenta, tanto la tierra como las plantas en las que se sustenta la vida, así como la misma vida animal, son un regalo de la “Madre Tierra”, producto de su generosidad. Los consejos tribales, sigue diciendo este autor, a menudo controlaban alguna parcela de regadío o maizales, y aunque parece que algunas tribus llegaron a parcelar terrenos de caza familiares, con la intención de salvar al castor de la sobre explotación de los peleteros, no tenían una concepción real, como sí la tenían los colonos, del completo significado de la propiedad individual de la tierra. “Consideraban a la tierra, a las extensiones selváticas y a los cielos como parte de una explicación de la vida, sagrada y místicamente concebida[3].

  Según Wilbur Jacobs, en lo referente a las transferencias de tierras, hay algunos aspectos del sistema de dádivas a los indios que rara vez ha llegado a ser comprendido por los blancos, y tampoco ha sido considerado en su justa medida por la mayor parte de los historiadores. Cuando los jefes de los indios, comenta, hablaban del traspaso de tierras de un pueblo a otro, supuestamente, se circunscribían exclusivamente a los pueblos indios. Los investigadores, sigue diciendo, han llegado a concluir que la mayoría de las tribus indias calificaban de extranjeros a los blancos y, como tales, no podían esperar otra tierra que la que les pudiera ser dada por los indios en contraprestación por alguna dádiva recibida de ellos, era, pues, un regalo que recibían por otro que a su vez hacían. Según quienes han estudiado esta cuestión, dice, las concesiones eran regalos que no se debían comprar con dinero, por lo que no debieran de considerarse como ventas de tierra a la manera que nosotros lo entendemos. Más aún, concluye Wilbur Jacobs, “la tierra pertenecía de derecho a los indios porque originariamente fue un regalo a ellos destinado[4]. Y termina citando un párrafo de la declaración del líder indio Tecumseh[5] en su declaración al general William Henry Harrison en Tippecanoe, en la que viene a decir que nadie tiene el derecho a echarles de sus tierras, porque las tierras son suyas y ellos fueron los primeros dueños.

  Por su parte, los colonos blancos, escribe Wilbur Jacob, concebían la propiedad de la tierra de forma muy diferente a los indios. La mayoría de ellos eran fugitivos del sistema de propiedad agraria vigente en Europa. Los de la primera, segunda, tercera y hasta casi la cuarta generación, dice, “se mostraron fieramente resueltos, con indios o sin indios, a poseer una parte del Nuevo Mundo que pudieran llamar suya, su propia porción de la riquísima tierra[6].

  Los hechos que narra la historia sobre aquellos primeros colonizadores, a los que después nos referiremos, parecen acreditar que fue el enconado deseo por la posesión de una parcela de tierra que pudieran explotar para el provecho propio y de su familia, una de las cosas que les motivaba en su aventura al emprender tan arriesgado viaje como el que les llevaba a tierras americanas.

  Pero no es en esos hechos en lo que ahora queremos profundizar, sino en el origen de ese deseo sobre la posesión de la tierra que animaba a los colonizadores, especialmente a los de origen inglés, y en las ideas y teorías que lo alimentaban. Esto nos lleva a retomar nuestros comentarios sobre la propiedad en Locke, y resaltar la mención que hace a las tierras salvajes de América, de las que dice, nunca han sido cultivadas y se encuentran en su estado natural. Comentaba a este respecto que, quien mediante su propio esfuerzo, se apropia de una parcela de tierra, no disminuye la propiedad común, sino que la acrecienta con los frutos que consigue mediante su trabajo. Sin ninguna mejora, labranza o cultivo, argumenta, “mil acres producen los mismos bienes utilizables para la vida, que los que producen diez acres de tierra igualmente fértil en el condado de Devonshire donde han sido cultivados[7].

  Pero no debió de ser el sólo hecho de la posesión de la tierra, en sí mismo como tal, lo que debió de mover a los colonos a emprender un aventurado viaje hacia lo desconocido. Decía Locke que allí donde la población y el ganado habían crecido, y mediante el uso del dinero habían hecho que la tierra escaseara, teniendo así un elevado valor, las diferentes comunidades, mediante pactos entre sus ciudadanos, fueron fijando sus fronteras y dictando leyes para regular la propiedad, renunciando así a reclamar el derecho natural que originariamente cada país tenía con respecto a otro, fijando su propiedad en parcelas y territorios separados los unos de los otros. Sin embargo, apunta, “todavía se encuentran hoy grandes porciones de tierra que, al no haberse unido sus habitantes con el resto de la humanidad en el acuerdo de utilizar dinero común, permanecen sin cultivar; y como esas tierras son proporcionalmente mucho mayores que el número de gentes que viven en ellas, continúan en estado comunal[8].

  En esta línea argumental, sigue comentando Locke que, allí donde no haya nada escaso y duradero y con un valor suficiente para ser acumulado, no será de ningún interés el acumular tierras, por muy ricas que éstas pudieran ser, y aun pudiendo tomarlas libremente. Porque, se pregunta, que valor podría darse a una gran cantidad de tierra excelente para el cultivo en la parte interior de América si no tenía la posibilidad de establecer el comercio para la venta de sus productos. De ser así, dice, no merecería la pena que el hombre cercara una parcela de tierra y sucedería que pronto se vería entregado todo al común uso natural, quedándose para sí solamente aquella pequeña porción de tierra necesaria para su subsistencia. Esta fue, en un principio, concluye Locke, “la situación en América, mucho más de lo que es ahora; pues en ninguna parte se conocía allí cosa parecida al dinero[9].

  Aunque la finalidad primordial de las primeras expediciones inglesas a tierras americanas no fuera el paliar esta situación, creando y dando valor a algo parecido al dinero, si parece llegaron a implantar esta costumbre, no solamente al intercambiar con los nativos utensilios y baratijas por pieles y otros productos, sino al descubrir y difundir la finalidad que perseguían las “Compañías” que avalaban las primeras expediciones que fueron llegando: “Para los patrones lo único que justificaba su estancia en las nuevas tierras era la obtención de oro y plata, y la creación de relaciones comerciales entre Inglaterra y los nuevos establecimientos[10].

  De esta manera puede entenderse que la mera posesión de la tierra, como tal, no fuera la única causa finalista que motivara a los colonos que arribaban a las tierras americanas. Lo que, de alguna manera, también empujaba y animaba a la gente en su aventura colonial era el afán de riqueza, para el que, al igual que ocurría en sus lugares de origen, la tierra era el principal medio para obtener los productos con los que después comerciar en busca de un mayor beneficio.

  Así podríamos concluir que las teorías de Locke parecen estar presentes en el ánimo de los primeros colonizadores, pero, como ya comentábamos al hablar sobre los argumentos que éste esgrimía en favor de la propiedad y el dinero, a nuestro juicio, la conducta que en este sentido vinieron a practicar los colonizadores americanos no sería consecuencia directa de las ideas que en tal sentido predicaba este autor, sino que, como venía ocurriendo en sus lugares de origen, era esta una costumbre que ya se venía practicando y que, por lo tanto, y en nuestra opinión, sería la necesidad de justificar la práctica sobre la propiedad y el dinero lo que debió de llevar a Locke a intentar su fundamentación teórica.

  Como bien dice Tawney, Locke vino a dar expresión a la teoría al describir que la propiedad es un derecho anterior a la existencia del Estado, arguyendo, además, que el poder supremo no puede privar al hombre sin su consentimiento de cualquier parte de su propiedad, pero Locke, concluye Tawney, “no hizo más que lanzar al molde filosófico ideas que se habían forjado en el duro choque de las luchas políticas y que ya eran cosas comunes entre señores y comerciantes[11].

 

LA GÉNESIS DE UN SENTIMIENTO UNITARIO, GERMEN DE LA REVOLUCIÓN

 

Preliminares

   Bajo el patrocinio del Reino de España, y en un intento por establecer una nueva ruta hacia las “Indias” a través del océano Atlántico, tras varios meses de navegación, y creyendo haber llegado a su destino, una expedición de tres naves españolas desembarcan en tierra firme para encontrarse con la realidad de que estaban en un nuevo continente desconocido hasta entonces.

  Lo que después ocurriría es sobradamente conocido. Aunque las distintas versiones ponen su énfasis en distintos aspectos, mezclando intereses económicos y comerciales con designios divinos y cruzadas religiosas, lo que vino a suceder es que las potencias occidentales europeas, en una lucha por participar en el reparto de las riquezas que se vislumbraban en las nuevas tierras, fueron poco a poco tomando posiciones y fijando asentamientos en esos territorios, en un ambicioso afán de conquista y usurpación de la tierra y cuanto de ella se pudiera obtener, sin que la mayor parte de las veces tuvieran consideración alguna por la población nativa.

  Así, no es de extrañar que autores como Castilla Urbano, haciendo referencia a James Lang y a lo que éste decía en su Conquest and Commerce. Spain and England in the Americas, venga a matizar lo que parece ha venido sucediendo. Coinciden ambos en establecer unas notables diferencias entre la conquista y colonización del centro y del sur del continente americano, calificada ésta como de base premoderna y, hasta genéricamente medieval, que giraba sobre la posesión de la tierra, y la que vino a darse en el norte, calificada como moderna y afianzada en patrones comerciales. La primera es considerada como intolerante y oscurantista e identificada con un catolicismo beligerante dispuesto a imponer por la fuerza sus creencias; la segunda se atribuye a comunidades protestantes, más dadas a contemplar unos ambientes de libertad religiosa y de conciencia. De esta manera, concluye Castilla Urbano, “no debe sorprender que se hablase de imperio de conquista, para definir al español, y de imperio de comercio, para denominar al inglés[12]. Con estos presupuestos, centraremos nuestra atención en lo que fue la colonización del norte del continente americano.

  En el siglo XVI, el Papa había asignado al dominio español las tierras de Norteamérica, donde exploradores y misioneros españoles se habían extendido ya por su mitad occidental, fundando diversas colonias que llegarían a ser los núcleos de ciudades importantes. Las primeras incursiones inglesas tendrían lugar a lo largo del año 1497, reclamando para el rey Enrique VIII las tierras de Terranova. Tiempo después, y tras distintas expediciones de franceses y holandeses que ocuparon una parte de las tierras del Este de la parte norte del continente americano, sería el Parlamento inglés quien, en 1606, crearía las compañías de Londres, Plymouth y Virginia para establecer colonias en los territorios libres de esas mismas zonas.

 

Los orígenes y la evolución de la población fundacional

   Según escribe Jeanine Brun[13], el periodo colonial no sólo es considerado como un periodo pionero, sino también como el periodo fundacional de los Estados Unidos. La inmigración, en sus primeras etapas, fue principalmente de origen inglés, mezclados con escoceses, irlandeses y alemanes. Y, aunque llegaron como sirvientes obligados a trabajar cuatro años para quien les había costeado el pasaje, en una visión convencional de la historia, no son considerados solo como emigrantes, sino como americanos fundadores.

  Así, nosotros transitaremos por este periodo, escrutando las motivaciones y conductas de quienes fundaron y engrandecieron las colonias americanas, en nuestro intento de indagar sobre las posibles aportaciones, a ese que venimos llamando resurgir de la democracia, de quienes iniciarían y llevarían a cabo, en su evolución posterior, la revolución americana.

  En el discurrir del siglo XVII fueron arribando a los territorios del norte del continente americano un gran número de colonos ingleses, galeses, escoceses, irlandeses, franceses y holandeses, así como de otras partes del continente europeo que, huyendo de sus lugares de origen por muy distintas y diversas razones, pretendían establecerse en esas tierras en busca de una mejor fortuna.

  Fueron de distinta índole las motivaciones que empujaron a estas gentes a emprender semejante aventura. Algunos lo harían al sentirse perseguidos por cuestiones ideológicas y religiosas, cuando no por asuntos de carácter político. Otros lo harían ante la carencia sobrevenida de su medio habitual de subsistencia, al haber sido despojados de la posesión de sus pequeñas parcelas de tierra y, en otros casos, serían simples jornaleros sin perspectivas de trabajo alguno, abocados, por tanto, a sufrir en la indigencia. Además, no debemos olvidar el mito del “dorado” que alentaría a muchos en busca de presuntas riquezas y que, al toparse con la cruda realidad de una escasa o imaginaria existencia, les debió de obligar a trabajar y mejorar la tierra para explotar sus recursos y poder labrarse un porvenir.

  Cabe destacar en esos primeros movimientos migratorios la falta de homogeneidad en el componente económico de quienes los integraban, como tampoco la había en cuanto a posibles lazos de unión de carácter ideológico o religioso que les pudieran vincular, aunque, todo apunta a señalar que, el afán que todos tenían por un mejor porvenir, hiciera conjugar, al mismo tiempo, lo económico y material con lo espiritual y cristiano. 

  Pero siendo nuestro interés principal el tratar de aproximarnos en el seno de la población colonial a las circunstancias y razones que, en un principio suscitaría, y después avivarían con sus fundamentos, un sentimiento de pertenencia común a un nuevo ente político que les amparara y defendiera de las injerencias de carácter impositivo y económico que, sin su intervención ni consentimiento, les venían imponiendo desde la metrópoli, interesaría conocer los detalles accesorios del viaje que estas gentes emprendieron y los medios de los que se valieron para llevar a cabo los planes de establecerse en los nuevos territorios, así como la manera en que después evolucionarían en su desarrollo y convivencia social.

  Cuenta Aparisi Miralles que la Inglaterra de la época estaba ciertamente interesada en establecer un imperio de Ultramar que le permitiera fomentar el comercio y conseguir el autoabastecimiento de materias, para no tener que depender en su economía de las importaciones. Pero ante la falta de fondos de la Corona para estos fines, decidió recurrir a la iniciativa privada para llevarlos a cabo.

  Así pues, será la iniciativa particular la que, arriesgando capital y vidas, organizará y pondrá en marcha las primeras expediciones de colonización, con un resultado negativo ante la envergadura a la que se enfrentaban. Fue entonces cuando se constituirían Compañías por acciones, que procuraron dotarse de capital suficiente para hacer frente a todo lo necesario en cuanto al viaje y establecimiento de los colonos. Pretendían con ello obtener el monopolio del comercio con los nuevos territorios, así como el control de los asentamientos donde se fueran estableciendo. No entraremos en un detalle extenso sobre la práctica y el resultado de esta política de colonización, pero sí interesa conocer, al menos escuetamente, el desenvolvimiento y resultados de la acción de estas compañías.

  Según cuenta Aparisi Miralles[14], de quien tomamos los datos que seguidamente exponemos sobre las compañías y el desarrollo de las colonias americanas. A partir de 1606 se forman dos grupos capitalistas con sede en Bristol y Londres, repartiéndose entre ellos los derechos ingleses sobre Norteamérica. El de Bristol desarrollaría su actividad en los territorios de lo que sería Nueva Inglaterra, mientras que el de Bristol lo haría en los que se denominarían Maryland y Carolina.

  La primera expedición de la “London Company” se realizó en 1607 y estaba compuesta por tres veleros que arribaron a la actual Maryland. El propósito de esta compañía era el de proporcionar una nueva vida para los hombres sin empleo que deambulaban por las ciudades inglesas, aunque fueron pocos los que quisieron enrolarse en la expedición como esclavos asalariados. Así pues, “la primera colonia la poblaron casi únicamente caballeros arruinados, expresidiarios y unos cuantos honrados artesanos que carecían de ocupación[15]. No tuvo mucho éxito esta expedición al asentarse en terrenos insalubres y quedó diezmada por el hambre y las enfermedades. Tal fue la situación que decidieron desistir e intentar volver a Inglaterra, si bien la situación cambió radicalmente ante la llegada de una nueva expedición con provisiones y medicinas.

  Superada esta situación, el gobernador al mando de estos territorios, decidió repartir una parcela de tierra a cada uno de los colonos para que la cultivara individualmente, siendo esto una novedad, ya que la Cédula Real establecía que la propiedad sería común en los primeros cinco años.

  Quienes, posteriormente, en expediciones sucesivas irían poblando estas colonias, procedían de los más diversos estratos sociales. “Algunos disponían de medios suficientes para adquirir tierras y buscaban, sobre todo, el atractivo de la libertad. Sin embargo, la mayoría, durante estos primeros años, eran desheredados que se vendían a la Compañía durante un periodo de cinco años. Tras el transcurso de éstos recuperaban su libertad y obtenían una parcela de 100 acres[16].

  Con el transcurso del tiempo los colonos de este territorio de Virginia empezaron a cultivar tabaco, llegando a convertirse en un monocultivo ante la demanda de este producto. Esta situación daría lugar a la llegada de nuevos inmigrantes con disponibilidad económica para establecerse, a un aumento de la superficie cultivada y, cómo situación sobrevenida, al desarrollo de la esclavitud.

  En paralelo, Maryland se convertiría en el refugio para los católicos, aunque la intención de los dirigentes, no sería fundar una colonia exclusivamente católica sino la de fomentar unas condiciones que permitieran establecerse a cualquier colono con independencia de la religión que profesara.

  La fundación de Nueva Inglaterra se llevó a cabo por seguidores del puritanismo. Un grupo de éstos, emigrado a Holanda, negoció con la compañía de Bristol, que buscaba nuevos colonos, la obtención de una concesión, cosa que consiguieron, siendo ayudados en su propósito con la financiación de un grupo de comerciantes ingleses. “Se constituyó una sociedad en la que los mercaderes aportaban el capital y los emigrantes se comprometían a contribuir con su trabajo. Se convino que, para garantizar el capital, durante siete años todos los productos de la colonia serían vendidos por la sociedad[17].

  En cumplimiento de este acuerdo, en 1620 zarpó una expedición de un centenar de hombre en la nave Mayflower, con la mala fortuna de que la embarcación se perdió de su ruta y estuvo navegando casi un mes por costas desconocidas, desembarcando, finalmente, en la bahía de Massachusetts. Al arribar a estas tierras sin escritura ni Cédula real que les amparase, decidieron celebrar un pacto solemne que fue el origen de un gobierno autónomo, siendo firmado por los cabeza de familia que componían la expedición. Esto supuso la puesta en práctica del pacto o convenio como acto fundador de la sociedad política. “Este documento fue un reflejo práctico de la concepción en virtud de la cual el Estado y el Gobierno descansan en un contrato, elemento fundamental de la revolución ideológica americana[18]

  Por su escasa fertilidad, no fue muy acertada la elección de las tierras donde se fijó este asentamiento y se tuvieron que superar numerosas adversidades, aunque sería alrededor de este primer núcleo donde se iría extendiendo la población y fundando nuevas colonias. No será la preeminencia económica lo que en un principio caracterice estos territorios, pero, como dice Aparisi Miralles, sí conviene destacar sus aportaciones en cuanto a la distribución de tierras, que trascendería al resto de las colonias al asignarlas en libre propiedad entre todos los miembros de la comunidad. Así sucede también en lo referente al establecimiento del pacto fundacional como ejemplo de autonomía política y de régimen de democracia directa. En Nueva Inglaterra, concluye esta autora, “fue la fuerza de los acontecimientos históricos la que determinó el nacimiento de esta forma de democracia directa[19].

  Con todo esto, nos situaríamos en la mitad del siglo XVIII para, tomando en consideración los datos que nos aporta Ramón Casterás[20] sobre la evolución de las primeras colonias, ver cómo la organización político-jurídica del territorio la formaban ocho colonias de las denominadas reales, más otras tres que estaban bajo el dominio de lords, cuya propiedad había sido otorgada por estatuto real, y otras dos que disponían de una concesión para poder administrarse por ellas mismas, aunque reconocían la autoridad de Londres.

  Cuenta este autor que, entre los años 1700 y 1760, se puede observar un extraordinario crecimiento demográfico que eleva la población considerablemente. Igualmente, la movilidad social se incrementa de manera extraordinaria, al mismo tiempo que la condición de propietario comienza a extenderse entre la población colonial, debilitando con ello el sentido de la división de clases. A pesar de ello, persistiría la influencia y el reconocimiento social de alguna de las familias fuertemente arraigadas en las colonias, dejando ver que, en algunos aspectos, la estructura social que en ellas se detecta, aun parece descansar en anteriores momentos, lo que ofrecía, como vamos a ver, ciertas singularidades en sus características.

  Según relata de Casterás, aunque no existiera una clase noble equiparable con la inglesa, sí se podía distinguir una especie de oligarquía territorial, integrada por distintas dinastías y familias que, amparadas en su fortuna, conformaban un diferenciado estatus social que les permitió, durante generaciones, llegar a controlar las asambleas de las colonias. Así, citando a Miller[21], refiere lo que venía sucediendo en la elección de representantes; esto es, que el cuerpo electoral estuviera revalidando durante muchos años el verse representados por los grandes hombres de sus colonias, y que fueran estas grandes familias las que controlaran sus asambleas coloniales. “Los Washington en Virginia, los Pemberton en Pensylvania o los Livingstone en Nueva York[22].

  Además, sigue contando Casterás, esta vez tomando como referencia a W. P. Adams[23] y a B. Vincent[24], tanto en las florecientes ciudades como en el campo, existía una importante clase media que, en defensa de sus intereses, no dudaba en fomentar acuerdos y transformar en hechos sus decisiones, sin descartar la posibilidad de adoptar cualquier tipo de actividad de corte revolucionario. Con la intervención de negociantes hombres de leyes, se establecerían pactos con los principales terratenientes de las colonias, así como con comerciantes y artesanos. Había un elemento común que a todos les unía: “Un sentimiento nacional, un carácter democrático y un republicanismo[25].

  Igualmente nos dice Casterás, apoyándose en este caso en los estudios de J. Béranguer y R. Rougé[26] que, junto a los esclavos negros, seguía existiendo mucha gente que, ligada por dilatados contratos de servidumbre, les obligaba a permanecer fieles a sus empleadores hasta la finalización del mismo, incrementándose con ello el número de aquellos a quienes se les podía considerar como pobres. Así, las estimaciones apuntan que, al acabar la revolución, podría considerarse que no era libre casi un tercio de la población. Se llega a cifrar en más de un millón las personas que no disfrutaban de libertad política, y se podría decir que casi ni de la corporal, sin contar a las mujeres - en número cercano al millón - que, aun sin ser esclavas ni sirvientas, su situación legal era muy limitada. A partir de estos datos, concluye Casterás, “se puede deducir que hacia 1780 no había más de cuatrocientos mil adultos libres, pero incluso muchos de ellos vivían aislados[27].

  En el contexto de esta situación poblacional, en los años previos a la Declaración de Independencia y ante la avalancha de las normas impositivas que les imponía la metrópoli, se irían desarrollando las exigencias de las Asambleas coloniales respecto a los derechos de representación. Se inicia así el nacimiento de un movimiento reivindicativo frente al Parlamento y la Corona inglesa que terminaría por adoptar un carácter revolucionario que se iría alimentando del discurso ideológico que divulgaban los líderes partidarios de la independencia. Un discurso que se habrá de contemplar y valorar, como así pretendemos hacer en los siguientes apartados, bajo el prisma de la evolución del fenómeno religioso y el desarrollo de una particular filosofía cultural en los ambientes sociales de las colonias.

  Qué duda cabe que, esa intromisión en la educación y cultura de los habitantes de las colonias, habrá de conducirnos a la posible constatación de un proceso estructural de cambio que pretendía relegar la injerencia divina en el pensamiento de la gente como eje conductor en la organización de la sociedad. Será este un escenario en el que parecen entrar en crisis las teologías y teocracias religiosas y en el que irrumpirán sucesos como el de la caza de brujas que se suscitó en Salem, y que van servir a Parrington[28] de referencia para señalar que el derecho de sufragio vendría a estar fundamentado ahora en la propiedad privada en sustitución de la religión.

 

Educación y cultura de la población colonial

   Según la Reseña de historia de los Estados Unidos[29] editada por el Departamento de Estado de los EE.UU., fue en la etapa colonial cuando se sentaron las bases para el desarrollo de la educación y la cultura en los Estados Unidos. La Escuela Superior de Harvard se fundaría en 1636 y, recién comenzado el siglo XVIII, lo haría la Escuela Colegiada de Connecticut, convertida más tarde en la Universidad de Yale.

  Pero lo más notable, se dice en la “Reseña”, iba a ser el desarrollo de un sistema escolar financiado con fondos públicos. La iniciativa vendría propiciada desde las comunidades puritanas al insistir en la importancia de la lectura de la Biblia. Así, en la Colonia de la Bahía de Massachussets se promulgaría una ley en 1647 instando a que, allí donde vivieran más de cincuenta familias, se fundara una escuela de gramática, una norma que luego se adoptaría de manera casi generalizada en el resto de las colonias de Nueva Inglaterra. El bagaje cultural se completaría e iría ampliando con las pequeñas bibliotecas que los colonos llevaban consigo en su peregrinaje y con los libros que se irían importando desde Londres. Hasta tal punto se fue arraigando esta práctica que, en la década de 1680, florecían ya en Boston algunos negocios de librerías que ofrecían, principalmente, obras de literatura clásica, historia y política, entre otros. Por otro lado, según la “Reseña” que venimos refiriendo, la primera imprenta de las colonias inglesas, segunda de América del Norte tras la que los españoles instalaron en México, se instalaría en la Escuela Superior de Harvard en 1638.

  El afán por la educación y la cultura se iría extendiendo de manera paulatina en todo el territorio colonial. En 1683 se construiría la primera escuela de Pennsylvania en la que se enseñaría lectura, escritura y teneduría de libros. Desde entonces, todas las comunidades cuáqueras iban a procurar impartir a sus niños la enseñanza elemental, siendo gratis para las familias pobres y con aportación de una cuota para quien disponía de recursos.

  Las inquietudes culturales e intelectuales que se fueron fomentando en gran parte de las colonias guardaban, en muchos de sus aspectos, un importante grado de semejanza con las que se venían dando en la sociedad inglesa. Cuenta Aparisi Miralles que, sobre todo en las familias más pudientes, se aspiraba a emular el clásico ideal de hombre culto, no escatimando esfuerzos ni medios para dar a sus hijos una sólida educación, que tendría como base principal el estudio de los clásicos griegos y romanos. “El conocimiento de los autores antiguos constituía uno de los pilares básicos del sistema educativo, mientras que el dominio de las lenguas clásicas se imponía como modelo de refinamiento y estilo en las altas esferas sociales[30].

  Y fue, principalmente, en el seno de alguna de las familias de las altas esferas, y en los ambientes culturales y educativos que describimos, donde surgirían aquellos hombres que alentaron entre la población de las colonias el arraigo del sentimiento unitario de pertenencia a un nuevo ente identificador americano, haciendo de éste causa común frente al dominio inglés, como hilo conductor hacia la independencia.

  

Hechos y acontecimientos generadores del sentimiento unitario

    Según cuenta Jenkins[31], hacia mediados del siglo XVII, la presencia inglesa en Norteamérica era ya un hecho consumado, pues en sus dominios existían casi treinta mil colonos, alcanzándose la cifra de casi un cuarto de millón a finales de ese mismo siglo. Al mismo tiempo, la población colonial se distribuía de forma más homogénea, llegando a conformar a mediados del siglo XVIII seis regiones importantes, desarrollándose en ellas destacados centros urbanos.

  A medida que crecían, dice este autor, las colonias iban desarrollando de forma natural unas pautas y culturas sociales, así como unos estilos de vida que llegarían a reconocerse como americanos. No obstante, prosigue Jenkins, en lo referentes al gobierno y la legislación, ”Norteamérica era mucho más británica entonces de lo que había sido en la década de 1690[32]. Así, al frente de cada una de las colonias había un gobernador nombrado por el rey y un órgano legislativo completo que constaba de dos Cámaras según el modelo de Westminster, de manera que las leyes que emanaban de estos órganos debían refrendarse con la firma del rey de Inglaterra.

  En lo referente a la cuestión religiosa, convivían multitud de denominaciones cristianas que competían entre sí y que, además, pretendían mantenerse fuera del control o del patrocinio del Estado. Aunque de desigual manera, todos estos grupos se vieron afectados por una revolución religiosa que, hacia finales de la década de 1730, afectaría a todas las colonias y se conocería como el “Despertar religioso” que, según Jenkins, se suele asociar a la obra de Jonathan Edwards, ministro de Northampotn, Massachusetts, “que en sus sermones instaba a sus fieles a verse a sí mismos como pecadores en manos de un Dios furioso, pecadores que sólo podrían salvarse del fuego eterno mediante una acción decisiva e inmediata[33].

  El “Gran Despertar” alcanzaría su auge en el comienzo de la década de 1740 y hacia 1760, la religión evangélica se adentraría en la vida política, exigiendo que se ampliaran considerablemente unos derechos que no diferían mucho de los que demandaban los militantes políticos. Entre ellos comenta Jenkins, “estaban la libertad de predicación, la no obligatoriedad del pago de impuestos para sostener el aparato oficial, el fin de la discriminación en la vida civil por razón de fe y la extensión de estos derechos a todas las denominaciones[34].

  Poco a poco las colonias inglesas fueron ganando cada vez más confianza y advirtieron la posibilidad de que su voz se oyera en la metrópoli para hacer valer sus pretensiones en lo referente a cuestiones comerciales y económicas, cosa que no conseguirían. Desde casi un siglo atrás, las Leyes de Navegación venían exigiendo la obligatoriedad del uso de las embarcaciones inglesas para todo el tráfico colonial, cuestión ésta que, llegado un momento, provocaría el rechazo de las colonias a unas normas que les venían impuestas sin haberles consultado y que restringían la posibilidad de un libre comercio. Esto hizo que, un común sentimiento de pertenencia, fuera imperando entre los distintos asentamientos de colonos, fomentando un sentido de unidad en sus confrontaciones reivindicativas con las autoridades inglesas.

  Los desencuentros fueron tomando cuerpo y concreción ante la promulgación de los distintos decretos que se fueron sucediendo, como la Ley del Azúcar en 1764 y la Ley del Timbre en 1765. La primera gravaba las melazas que se traían a las colonias desde terceros países con el fin de favorecer el consumo de los productos de las colonias británicas. La segunda obligaba a cumplimentar con pólizas los documentos legales y comerciales, así como también obligaba a adjuntarlas a los periódicos. Más adelante, en 1767, se promulgarían las controvertidas leyes Townshend que articulaban impuestos sobre el té, el papel y otras diversas mercancías que arribaban a las colonias.

  En los años siguientes fue aumentando la oposición de las colonias a los numerosos gravámenes fiscales que les venían imponiendo desde la metrópolis, llegándose a fomentar entre los disidentes importantes núcleos de rebeldía que divulgaban la negativa a someterse a unas normas impositivas sobre las que no se les había consultado ni tomado en consideración ninguna de sus objeciones. Todo ello derivó en la proliferación de violentas protestas que tuvieron uno de sus puntos álgidos en Boston, con el enfrentamiento en 1770 entre los soldados y una multitud de ciudadanos, con el resultado de cinco colonos muertos. La culminación de estos desórdenes se vino a dar en 1773 con la destrucción de un cargamento de té en los muelles de Boston, el conocido “Motín del Té”.

  La rebelión se fue extendiendo al resto de las colonias creando una situación de inestabilidad general que condujo a la ingobernabilidad. La determinación británica, entrada ya la primavera de 1775, fue la de atajar por todos los medios los conatos de rebelión que se venían sucediendo, dando lugar con ello a que se produjeran los primeros combates de guerra. Para entonces, cuenta Jenkins, “el Congreso Continental había surgido ya como un gobierno rebelde de facto de las colonias en armas, con George Washington como comandante en jefe de las fuerzas coloniales. En agosto, declararon oficialmente que las colonias se hallaban en estado de rebelión[35].

  La guerra de la independencia estaba ya en marcha. La causa independentista seguía ganando adeptos en todas las colonias. Su defensa daría lugar a la divulgación de numerosos panfletos, conformando y fundamentando sus teorías en unas ideas que irían tomando forma en el documento redactado por Thomas Jefferson para, finalmente, tomar cuerpo definitivo en la Declaración de Independencia que sería aprobada por el Congreso el 4 de julio de 1776.

 

EL COMPONENTE IDEOLÓGICO Y CULTURAL DE LA REVOLUCIÓN

 

Las inquietudes culturales imperantes en la sociedad colonial

  Son muchos los que, como Willi Paul Adams, piensan que, de hecho, “las ideas y los valores políticos desempeñaban un papel importante en la conducta política de los colonos y, por tanto, la revolución tenía efectivamente bases ideológicas[36].

  Es por eso que antes de profundizar en cuales pudieron ser esas ideas creamos necesario considerar, al menos brevemente, el nivel y las características más sobresalientes del pensamiento sociocultural y político de los habitantes de las colonias y, en particular, de aquellos que estuvieron al frente y encabezaron el movimiento revolucionario. Una idea sobre el alcance del posible nivel cultural de la sociedad colonial nos la podemos formar a través de los comentarios de Méndez Baiges. Dice este autor que de los precedentes teóricos del discurso a favor de la independencia se desprenden ciertas corrientes cuyo eco en América era esperable. No es de extrañar, comenta, que las fuentes que se citan hagan referencia a las enseñanzas sobre la controversia entre tiranía y libertad que ya se daban en las antiguas Grecia y Roma, “dentro de las cuales los nombres de Plutarco, Polibio, Tito Livio o Tácito destacan con brillo especial (…) junto a las que se ve también la huella de pensadores más recientes pertenecientes a la Ilustración europea como Montesquieu, Voltaire o Hume, Locke o Pufendorf[37].

  Y es que, como señala Bailyn, los autores de la antigüedad clásica tuvieron una notable influencia en los textos de la etapa revolucionaria. La lectura de los clásicos antiguos, dice, era bastante frecuente en los habitantes de las colonias con algún grado de educación, y la literatura de la época solía recoger referencias a sus escritos más relevantes. “Esta general familiaridad con los autores clásicos y el hábito de referirse a ellos, así como también a las personalidades y hechos heroicos del mundo antiguo, provenían de las escuelas primarias, de los colleges, de los preceptores particulares y de las lecturas independientes[38]. Parece evidente, pues, que entre la población colonial existía una especial dedicación y atención a los temas educativos y culturales que, en general, les habría llevado a interesarse y profundizar, entre otras cosas, en los grandes autores y filósofos de la antigüedad clásica y en sus escritos y tratados. Así debió de suceder, al menos, entre quienes lideraron el movimiento revolucionario en su culminación hacia la independencia de las colonias.

  Cuenta Aparisi Miralles[39] que, la mayoría de los llamados padres fundadores, dominaban el latín y el griego e incluso algunos, como James Madison, el hebreo y que John Adams manejaba en sus lecturas los textos originales en lugar de las traducciones. De manera bastante generalizada, prosigue, abundaban las citas a los clásicos en los escritos de estos pensadores revolucionarios. Pone como ejemplo a Franklin, quien, entre otros, citaba a Horacio, Platón, Plinio, Séneca y Catón. De Washington, comenta sus conocimientos de la época clásica en una carta dirigida a Lafayette en la que hacía referencia a los poemas de Homero. Sobre John Adams, comenta, fundamentaba sus comentarios sobre los principios de autogobierno, igualdad natural y responsabilidad de los gobernantes hacia los gobernados en los principios de Aristóteles, Platón, Livio y Cicerón. Parece demostrado, dice finalmente, que los griegos y romanos ejercieron una profunda huella sobre Jefferson, redactor de la Declaración de Independencia.

  Subraya Aparisi Miralles que, tanto en la literatura de la Revolución como en los escritos y cartas personales de los padres fundadores, aparecen frecuentes citas a la historia y a los ideales políticos de la Grecia y Roma antiguas, aunque finalmente, concluye diciendo que, muchas veces, “las citas se correspondían con un verdadero conocimiento del autor al que se hacía referencia. Sin embargo, también en ocasiones la ignorancia era evidente. Se acudía a estas referencias, sobre todo, con fines de erudición o de prestigio, y por ello no siempre eran adecuadas[40].

  Fueran factores culturales o razones económicas y sociales, lo que insuflara el ánimo de los colonos, parecía existir en su ánimo una cierta sensibilidad por saber y participar en el debate de las cuestiones políticas que se suscitaban en el devenir diario de su convivencia. Así podría justificarse la propagación de la prensa escrita y el auge que alcanzó la divulgación de los folletos.

  En cuanto a la proliferación de los medios de prensa, y según los datos que extraemos de la Reseña de historia de los EE.UU.[41], en 1704 se fundaría en Cambridge, Massachusetts, el primer periódico en las colonias, para alcanzar en 1745 la cifra de veintidós periódicos que se venían publicando en la Norteamérica británica. Lo importante no sería solamente la cantidad de los medios en circulación, sino la neutralidad en su contenido respecto a los poderes establecidos. Se cuenta que Nueva York se dio un paso importante para que se estableciera el principio de libertad de prensa. El diario Weekly Journal, fundado en 1733, se caracterizaba por sus comentarios críticos con la acción de gobierno, tras dos años siguiendo esta línea, el gobernador de la colonia se mostró intolerante con su propietario, Johann Peter Zenger, y lo envió a la cárcel acusándoles de difamación. Durante el tiempo que duró el juicio se siguió publicando el diario y, finalmente, su abogado pudo demostrar la veracidad de cuanto se había publicado y Zenger quedó libre.

 

Los cimientos ideológicos del movimiento revolucionario. El debate público en los folletos y la prensa

   Al abordar el tema de la Revolución inglesa abríamos un apartado en el que planteábamos la cuestión de la posible correlación entre las ideas y los hechos revolucionarios. Traíamos a colación entonces unas reflexiones de Cristopher Hill[42] en las que venía a decir que una gran revolución no puede surgir sin ideas y que, para estar dispuesto a matar o dejarse matar, los hombres necesitan creer intensamente en algún ideal. Añadía Hill que las ideas no prosperan y calan en la sociedad en virtud exclusiva de su lógica interna y que las revoluciones no pueden realizarse sin ideas, pero no son obra de intelectuales.

  Bien podríamos aplicar las teorías de Hill al desarrollo de la Revolución norteamericana a tenor de las conclusiones a las que llega el reconocido historiador y académico estadounidense Bernard Bailyn, tras el estudio de los numerosos panfletos y publicaciones que se escribieron y divulgaron en las colonias en la etapa revolucionaria[43]. Dice Bailyn que la lectura de todo ese material vino a confirmar su punto de vista en algo que, según él, estaba un tanto fuera de moda, “que la Revolución norteamericana había sido ante todo una lucha ideológica, constitucional y política, y no primordialmente una controversia entre grupos sociales empeñados en forzar cambios en la organización social o económica de su tiempo[44]. Se confirmaba, comenta, su creencia de que, en la década anterior a la Independencia, culminaba una evolutiva radicalización del pensamiento ideológico que se venía fraguando en los ciento cincuenta años de experiencia norteamericana. Procede, pues, que profundicemos en lo que dice Bailyn y tratemos de desgranar los posibles elementos integrantes de esos tres factores que señala como instrumentos generadores de la lucha revolucionaria.

  En las dos décadas precedentes a la Independencia era constante la publicación de los folletos, y en ellos se daban a conocer las distintas y fundamentadas opiniones sobre los principales hechos de la época, así como recogían también los disputados debates que se suscitaban alrededor de los mismos. En los folletos, de los que solamente en el año 1776 se publicaron más de cuatrocientos, se puede encontrar toda una variedad de tipos de escritos: desde tratados de teoría política hasta ensayos históricos o alegatos políticos y, desde sermones o cartas, hasta poemas. Pero, aun siendo tan variados en su género, todos ellos, comenta Bailyn, poseen en común el rasgo característico de ser sumamente explicativos. “Revelan no solamente las posiciones adoptadas sino las razones por las que fueron adoptadas; exponen los motivos y las interpretaciones: las hipótesis, creencias e ideas – la articulada concepción del mundo -, que subyacen debajo de los acontecimientos manifiestos de la época[45].

  Según cuenta Méndez Baiges, fue a lo largo de 1774 cuando se puso en entredicho la autoridad de la corona en las colonias, y fue en 1776 cuando se publicarían cientos de panfletos dirigidos a inculcar en los colonos las ansias de libertad. Serían los hechos derivados de esta situación los que incidirán de manera determinante en el contenido de las publicaciones típicas de la Revolución norteamericana y que Bailyn incluye en su estudio para la elaboración de la obra que de este autor estamos refiriendo. Unos hechos, comenta, que vistos de manera conjunta, “el proceso que siguen es el de un camino ascendente de radicalismo que llevó a los colonos a pasar, en apenas quince años, de su condición de leales súbditos británicos en 1763 a la de ciudadanos de estados independientes en 1776[46].

  En coincidencia con Bailyn, opina Méndez Baiges que, el elemento ideológico que se vino a dar en el proceso que culminó con la separación de Gran Bretaña de sus colonias, no hay que considerarlo como el único componente relevante a la hora de compendiar unas explicaciones. Igualmente, dice, no se habría de considerar la cuestión ideológica como la principal causa responsable de cuanto sucedió durante la Revolución, ni que tampoco se la haya de tener en consideración desligada del resto de las otras causas que concurrieron en esos acontecimientos. Lo único que significa, concluye, es que ese proceso, del todo complejo, tuvo un aspecto ideológico y que, a la investigación de los orígenes del componente ideológico, “y no a otra cosa, es a lo que el libro “Los orígenes ideológicos de la Revolución norteamericana” está consagrado[47]. Y siendo, precisamente, esos orígenes ideológicos los que a nosotros interesa conocer, parece apropiado que tomemos las conclusiones de Bailyn a este respecto como punto de referencia para avanzar en nuestro propósito. 

  Con la sola observación de las citas que aparecen reseñadas por sus autores en los folletos, aprecia Bailyn la incidencia de la cultura de Occidente en los escritores de las colonias: “desde Aristóteles a Molière, desde Cicerón al “Philoleutherus Lipsiensis” (Richard Bentley), desde Virgilio a Shakespeare, Ramus, Pufendorf, Swift y Rousseau[48].

  En todo caso, sucede también que, ese gran despliegue de referencias a los clásicos antiguos, no avala que los folletistas tuvieran un conocimiento en profundidad en cuanto a las ideas y teorías que aquellos autores exponían en sus escritos. La mayor parte de las veces, las reseñas parecían figurar como un elemento “decorativo”, insinuadas, tal vez, para aparentar la erudición del autor en el tema que se trataba. Comenta Bailyn que, si bien, las citas solían provenir de cualquier obra del mundo antiguo, su cognición y particular interés sobre la materia específica se limitaba, casi en exclusiva, a una determinada época y a un concreto grupo de autores; esto es, “a la historia política de Roma desde las conquistas en Oriente y las guerras civiles, a comienzos del siglo I a. C., hasta la fundación del Imperio sobre los escombros de la República a fines del siglo II d. C.[49]. Les bastaba para ello, dice, acudir a las obras de Plutarco, Tito Livio, Cicerón, Salustio y Tácito. Autores éstos, bien contemporáneos de la etapa en que la República de Roma se vio amenazada en sus fundamentos, o bien de cuando declinaban sus días de grandeza y se postergaban sus virtudes políticas y morales. Todos ellos eran recelosos de las inclinaciones de su época y destacaban en sus obras el contraste entre un mejor tiempo pasado y el momento de corrupción que estaban viviendo.

  Concluye finalmente Bailyn que, en las décadas anteriores a la Independencia, los autores de las colonias encontraban una analogía entre este periodo y el de la antigüedad que comentamos. “Veían sus propias virtudes coloniales - rústicas y al estilo antiguo, vigorosas y eficaces – amenazadas por la corrupción del poder metropolitano, por el peligro de la tiranía y por una constitución inadecuada[50].

  Junto a ese componente ideológico que pretende inspirarse en la Antigüedad clásica, el pensamiento revolucionario se va conformando también, en opinión de Bailyn, alrededor de las ideas y conductas que se pueden observar en el movimiento de la Ilustración. Las referencias a los grandes pensadores de esta corriente ideológica, era algo a lo que se recurría con relativa frecuencia. Se citaba, entre otros, a Locke en lo referente a los derechos naturales y en cuanto a su opción por el contrato en la formación del gobierno; a Montesquieu en lo que respecta a las libertades religiosas y a la manera de hacerlas efectivas; a Voltaire para advertir de la opresión clerical. Pero al igual que sucedía con los clásicos de la Antigüedad, las citas eran abundantes, pero el conocimiento de sus teorías no iba más allá de lo elemental.

  Sin entrar en mayores detalles, y a tenor de los comentarios de Bailyn, se puede deducir que, casi todas las grandes figuras de la Ilustración, concurrieron a la formación del pensamiento ideal norteamericano, siendo invocadas desde los distintos sectores en los escritos de los autores de las colonias, sin distinción de cual pudiera ser su posición política. Pero, advierte Bailyn, “su posible influencia, exceptuando la de Locke, aunque más decisiva que la de los autores de la Antigüedad clásica, no llegó a ser claramente dominante, ni del todo decisiva[51].

  A la par de estas corrientes ideológicas reseñadas, la Clásica antigua y la Ilustración, el pensamiento norteamericano también estuvo influenciado por un grupo de escritores en su divulgación del common law inglés. De manera reiterada se mencionaba a reconocidos autores de la historia del derecho de Inglaterra, singularmente, a los juristas del derecho común del siglo XVII. En toda la literatura revolucionaria son frecuentes las reseñas a los informes de determinados procesos jurídicos, acudiendo igualmente a los diversos tratados jurídicos clásicos del derecho inglés.

   Estas referencias al derecho enriquecían la experiencia de los colonos en lo concerniente a las relaciones humanas, fijando una atención especial en los principios de justicia, equidad y salvaguarda de sus derechos, evocando así una historia que se remontaba a tiempos pretéritos. Una historia que les permitía adentrarse en el conocimiento de un pasado más lejano y les ayudaba a discernir sobre los hechos que estaban viviendo. En resumidas cuentas, escribe Bailyn, “El common law, influyó manifiestamente en la formación de la conciencia de la generación revolucionaria, pero, como en los casos anteriores, no determinó por sí sólo la índole de las conclusiones que los norteamericanos opondrían a la crisis de su tiempo[52].

  Junto a estas tres, se detecta otra corriente conformada por un grupo de escritos y autores que destacan por su aportación a la literatura política de las teorías sociales y políticas del puritanismo de Nueva Inglaterra. De manera más significativa influyen en sus comentarios las ideas conectadas con la teología de los covenanters*. Serían unas ideas que comenzarían a difundirse en los primeros tiempos de la colonización de Nueva Inglaterra y que irían arraigando de la mano de una serie de autores a lo largo del siglo XVII. Posteriormente se incorporarían a la gran corriente de ideas políticas y sociales del siglo XVIII para, luego, ser divulgadas por sucesivas incorporaciones de nuevos predicadores mejor formados que, persuadidos por distintas influencias, relajarían su rigor confesional para que, con ligeras variaciones en su discurso, pudiera ser éste aceptado por la mayor parte del protestantismo norteamericano. El componente ideológico relacionado con el puritanismo, conformaría en el espíritu revolucionario la idea, cimentada en los sermones y opúsculos que se fueron divulgando en la etapa del asentamiento colonial, que la colonización era el instrumento que Dios disponía para llevar a buen término la consumación de los fines divinos.

  Por último, advierte Bailyn, que, por mucha relevancia que estas cuatro corrientes ideológicas que hemos venido comentando pudiera tener, “no constituían por sí mismas un esquema ideológico coherente, y por otra parte no agotan los elementos que contribuyeron a plasmar el pensamiento revolucionario. Se observaban entre ellas, en definitiva, evidentes incongruencias y contradicciones[53].

  Pero Bailyn no se queda aquí, como bien apunta Ricardo Cueva Fernández, su trabajo investigador sobre la literatura colonial publicada entre los años 1760 y 1776, le lleva a unas conclusiones que rompen con la tradición netamente norteamericana anterior que percibía a John Locke y su Segundo tratado sobre el Gobierno Civil, como uno de los referentes básicos en la ideología dominante de la revolución norteamericana. Junto con la herencia de la Ilustración, el common law y el covenant puritano, y por supuesto Locke, había otra influencia que, hasta el momento parecía haber pasado desapercibida para la historiografía, pero que habría calado de manera más significativa en el pensamiento desarrollado en las colonias. Una influencia, sigue comentando Cueva Fernández que, según Bailyn, “habría reunido todos aquellos elementos, pero que nada menos que habría prevalecido entre todos ellos en el pensamiento de los norteamericanos y que los habría convertido en un cúmulo coherente[54].

  Esta influyente corriente de pensamiento venía de la mano de un nuevo grupo de autores y era coincidente en algunos aspectos con las anteriores ya comentadas, si bien, se diferenciaba de ellas por sus cardinales peculiaridades y por no tener parangón en el ímpetu determinante que transmitían sus ideas. Los orígenes de esta tendencia se remontan a los tiempos de la Guerra Civil en Inglaterra durante la ocasional implantación de la Commonwealth, asumiendo la mayor parte de sus postulados respecto a las cuestiones sociales y políticas de tendencia radical. Ideología ésta que, de la mano de teorizadores y grupos políticos de la oposición, se iría perfeccionando y comenzaría a tomar cuerpo definitivo hacia finales del siglo XVII y principio del XVIII.

 De entre ese primigenio grupo de escritores radicales cabe destacar, entre otros, la figura del poeta inglés John Milton, no por la naturaleza de sus poemas sino por su identidad como folletista radical, en la que destacan, según reseña Bailyn, Eikoklastes y The Tenure of Kings and Magistrates, publicados ambos en 1649. Los autores revolucionarios de las colonias, cuenta Bailyn, “hacían referencia con similar respeto, aunque con una comprensión menor, a los más sistemáticos escritos de Harrington y a los de Henry Neville, de ideas afines; sobre todo se referían a las doctrinas de Algernon Sidney, aquel <<mártir de las libertades civiles>>, cuyos Discourses Concerning Government (1698) llegaron a ser, según la frase de Caroline Robbins, un <<libro de texto de la revolución>> en Norteamérica[55].

  Estos escritores de finales del siglo XVII hicieron mella en los colonos norteamericanos por sus ideas sobre la libertad, pero se sentirían más identificados con los escritos de aquellos otros que, a principios del siglo XVIII, continuaron enriqueciendo esa línea de pensamiento, complementando y ampliando sus teorías, con la intención de poder aplicarlas a los problemas de la política inglesa de su tiempo. Se trataba de personajes de la política con ideas radicales que, desde el Parlamento, ejercían una oposición a los designios de la corte. En general, son poco conocidos y olvidados en el tiempo, pero sus ideas, “contribuyeron a formar el pensamiento de la generación revolucionaria norteamericana mucho más que cualquier otro grupo aislado de escritores[56].

  De entre todos ellos cabe destacar a John Trenchard y Thomas Gordon, fundadores en Inglaterra del semanario Independent Whig y autores de más de un centenar de ensayos publicados en la prensa y que se editarían como libro en 1721 bajo el título de Cartas de Catón*. Recopila una serie de mordaces escritos de denuncia sobre la política inglesa del siglo XVIII que serían reeditados en Norteamérica y frecuentemente referidos en numerosos de los folletos. Así mismo, la prensa de las colonias empezó a extractar y publicar material de las Cartas de Catón al poco de su publicación en Londres. De hecho, comenta Bailyn que, las Cartas, junto a los escritos de Locke, Coke, Pufendorf y Grocio, se integraron en un representativo tratado norteamericano en el que se ensalzaban y defendían las libertades inglesas más allá de la metrópolis.

  Concluye Bailyn diciendo que, la influencia de esta corriente de pensamiento nacida del radicalismo, evolucionada con las aportaciones de los publicistas y los opositores políticos ingleses en el inicio del siglo XVIII, proporcionó una ayuda esencial para constituir las bases de la oposición política en las colonias norteamericanas. Pero hizo más aún, dice finalmente Bailyn, “proveyó también una fuerza capaz de armonizar los demás elementos discordantes que se hallaban presentes en el pensamiento político y social de la generación revolucionaria. Dentro del marco general de estas ideas, las abstracciones de la Ilustración y los precedentes del common law, la teología de los covenanters y las apologías con la época clásica – Locke y Abraham, Bruto y Coke -, todo ello pudo ser integrado en una teoría política de carácter sintético[57].

  

El Common Sense de Thomas Paine

   Una de las más significativas referencias a esas corrientes de pensamiento radical y de oposición a las políticas inglesas, la vamos a encontrar, no en nadie con un rancio abolengo colonial, sino en un inglés. Thomas Paine llegaría a Filadelfia a finales de 1774. Nacido y criado en Inglaterra, era de edad ya madura cuando arribó a Norteamérica, donde, según cuenta Parrington, “fue la personificación del espíritu republicano revolucionario[58].

  Coincidió su llegada con los prolegómenos de la Guerra de la Independencia cuando, ya avanzada la misma en su primer año, reinaba la confusión en las colonias sobre la decisión de romper o no con Inglaterra. Aunque se alzaban voces a favor de una ruptura total, en el Congreso Continental todavía se dudaba sobre proclamar la independencia de las Colonias Unidas y acabar, de una vez por todas, con los lazos que les unía con la metrópoli. Será en este escenario cuando, en el mes de enero de 1776, vería la luz un folleto de casi cincuenta páginas, escrito por Paine, que alcanzará una repercusión sin par en las colonias e incidirá significativamente en la opinión de su población, fue el conocido como Common Sense.

  Según Bailyn, se trata de una obra genial y directa que, en el confuso momento que apareció, hizo vibrar sensiblemente la conciencia política norteamericana y motivó la reflexión sobre el porvenir de Norteamérica en muchos de los que todavía vacilaban sobre su futuro. Lo califica Bailyn como “el más brillante opúsculo escrito durante la Revolución Norteamericana y uno de los más brillantes jamás escrito en inglés[59]

  El folleto tuvo una amplia y rápida difusión, llegando a ejercer tal influencia entre el público receptor, que ha venido a ser catalogado como uno de los escritos más exitosos en la historia de la polémica política. “Los cien mil ejemplares, que se vendieron en un abrir y cerrar de ojos, propagaron la llamada a la rebelión en todas las colonias[60].

  Parece estar claro que, la intención de Paine en su escrito, era la de incitar a los colonos a una lucha abierta por la independencia, y que se manifestaran abiertamente por adoptar un gobierno republicano. Hasta entonces, según cuenta Parrington, la opinión pública andaba confundida y desalentada, influida por el discurso retórico de quienes ocupaban las tribunas públicas, mayoritariamente abogados. El Common Sense vino a ser el elemento dinamizador que, pensando en aquello que de verdad preocupaba a las colonias, puso el centro del debate en la cuestión económica, esto es, en los intereses materiales de la gente. En opinión de este autor, por primera vez, “en el curso de un debate tedioso y estéril se declaraba abiertamente que la política gubernamental descansa en bases económicas y que la cuestión de la independencia norteamericana era solamente cuestión de conveniencia y debía decidirse de acuerdo con las ventajas económicas[61].

  El folleto apareció en un momento crucial para que pudiera lograr su máximo efecto, unos meses después de que iniciara el conflicto armado que conduciría a la Guerra Revolucionaria. Aunque, en cierto modo, se estaba en un estado de guerra, no existía un claro acuerdo sobre el objetivo principal que se perseguía en la contienda. Las discrepancias llegaban hasta el Congreso Continental donde, a pesar de que algunos se inclinaban por declarar la independencia, no existía consenso de cuál debía de ser la decisión a tomar, caso de una victoria sobre las tropas inglesas.

  Para Bailyn, no es concluyente el peso que pudo tener Common Sense en la decisión que, finalmente, tomaría el Congreso el 4 de Julio, y piensa que, cuanto más detenidamente se examinan los detalles de lo que allí ocurrió, tanto menor parece que fue la influencia que pudo tener, aunque, innegablemente, comenta, “desempeñó un papel en el trasfondo, y muchas personas, del Congreso y ajenas a él, recordaban sin duda haberlo leído cuando aceptaron la decisión final de luchar por la independencia[62]. Para Bailyn, al margen del llamamiento expreso de Paine a la independencia, la cualidad que resalta del contenido de su escrito, y que lo singulariza de los demás folletos revolucionarios, fue el lenguaje que su autor emplea en el mismo. Un lenguaje que, según él, llegó a enardecer la conciencia de los colonos. “El tono dominante de Common Sense es la ira. La obra fue escrita por un hombre irritado, no por alguien que tuviera simplemente dudas fundadas sobre la constitución inglesa y el consiguiente sistema norteamericano sino por alguien que odiaba a la una y al otro y que deseaba atacarlos con todo el poder de su cólera[63].

  Fijando ya nuestra atención en lo que escribe Paine en su Common Sense, nos daremos cuenta que estructura su contenido en tres partes, precedidas, a modo de introducción o presentación, de una llamada “a los habitantes de América”. Después de criticar el abuso de poder personificado en el rey de Inglaterra con la connivencia del Parlamento, trata de espolear la conciencia de la gente enardeciendo su ánimo al hacer, de la causa de América, la causa de la humanidad: “La causa de América es, en buena medida, la causa de toda la humanidad. Se dan y se darán todavía numerosas circunstancias que no son de ámbito local, sino universal, y a través de las cuales se ven afectados los principios de todos los amantes de la humanidad, y en ese suceso se encuentran implicados sus afectos[64].

  La primera y segunda parte las dedica a exponer unas reflexiones sobre los principios del derecho público, señalando la actitud de algunos escritores que llegan a confundir la sociedad con el gobierno, hasta el punto que, escasamente, dejan opción para distinguir la una del otro. Prosigue luego con una crítica a la monarquía y su sistema hereditario, dirigiéndola luego, de manera singular, a la monarquía, inglesa, a su Parlamento y a su Constitución. “Está fuera de duda que la, tan alabada Constitución de Inglaterra, se trató de una constitución noble en los tiempos de sombras y de esclavitud en los que fue promulgada. Cuando el mundo se encontraba dominado por la tiranía, el menor movimiento en su contra constituía una gloriosa liberación (…) Pero es tan extraordinariamente compleja que la nación puede sufrir durante años seguidos sin que sea capaz de descubrir donde descansa la falta[65].

     Será en la tercera parte, “Consideraciones sobre el estado actual de los asuntos americanos”, donde Paine escribe sus páginas más emotivas empleando un lenguaje más vivo y con ánimo de penetrar y mover el corazón de la gente. La introduce así: “En las siguientes páginas no ofrezco otra cosa que hechos simples, argumentos sencillos y sentido común. Y no tengo otra consideración preliminar que ofrecer al lector que la que se despoje de prejuicios y prevenciones y permita que su razón y sus sentimientos decidan por sí mismos[66].

  Prosigue luego exponiendo toda una serie de argumentos orientados a demostrar y fundamentar la necesidad de la independencia para rubricarlos, a modo de conclusión, con su más firme y vigoroso alegato en defensa de sus ideas: “¡Oh, vosotros, amantes de la humanidad! ¡Vosotros que os atrevéis a oponeros no sólo a la tiranía, sino también al tirano, adelantaos! Todos y cada uno de los rincones del Viejo Mundo están invadidos por la opresión. La libertad ha sido perseguida por todo el globo (…) Europa la contempla como a un extraño e Inglaterra le ha dado ya el aviso de que desaparezca. ¡Oh!, recibid a la fugitiva y preparad con tiempo un refugio para la humanidad[67].

  Podremos estar, o no, de acuerdo en las posibles influencias que pudo tener el opúsculo Common Sense en la decisión final que tomaron las Colonias Unidas al inclinarse por proclamar la independencia en busca de un mundo mejor, y de una libertad que pudiera contribuir a satisfacer las aspiraciones humanas. Pero no cabe duda, al menos así nos lo parece a nosotros, que el lenguaje, las palabras y el modo en que se expresa Paine en su escrito, particularmente en su alegato final, habrían de evaluarse como obligada premisa y condición necesaria para poner en marcha e impulsar cualquier movimiento revolucionario.

  

EL IDEAL DEMOCRÁTICO DE LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA

 

Los pactos fundacionales y las resoluciones fundamentales en el origen y gobierno de las colonias

   Continuando con nuestras indagaciones sobre los hechos, ideas y teorías, que venimos realizando en nuestro intento de escrutar posibles características que nos puedan ser de ayuda, al menos, para tratar de establecer una aproximación a identificar y conceptuar la democracia, alcanzamos el momento cumbre de la Revolución norteamericana, con el advenimiento de las Declaraciones de Derechos, puestas de manifiesto por la mayor parte de las colonias, y la posterior Declaración de Independencia, suscrita por todas ellas reunidas en Convención.

  Era habitual que los primeros colonizadores de los territorios de la llamada Nueva Inglaterra, llegaran a establecerse respaldados por manifiestos o Cartas de la Corona otorgándoles privilegios en la ocupación de tierras que se proponían, y facultándoles para constituir Consejos de Gobierno en las mismas mediante convenios o acuerdos. Así se desprende de la primera Carta Constitutiva conformada en Virginia en el año 1606, complementada posteriormente en 1609 y 1612, disponiendo que la colonia se administrase por un gobierno afiliado a Inglaterra. Documentos similares se formalizarían para conformar los Estatutos de Maryland en 1632 y de Pensilvania en 1681.

  De todos estos pactos o acuerdos el más conocido, quizás, fue el celebrado el 21 de noviembre de 1620 por los colonos embarcados en el navío Mayflower, cuando éste se encontraba anclado en el Cabo Cod. Según cuenta Richard B. Morris, el acuerdo estuvo basado en una idea de pacto social que tuvo como referencia los convenios firmados en Inglaterra por la iglesia separatista. El pacto, dice Morris, “estableció los principios revolucionarios del gobierno, lo cual, en realidad, y cómo un avance hacia la democracia, ya se había anticipado el año anterior en Virginia, al fundarse una legislatura representativa[68].

  De la misma manera aparecen algunas resoluciones fundamentales como la que se formalizaría el 24 de enero de 1639 en Connecticut. En ella se recogía la doctrina que divulgaba el Reverendo Thomas Hooker defendiendo la vigencia de un gobierno auspiciado por la libre voluntad del pueblo. Igualmente cabe destacar el documento que contiene un Conjunto de Privilegios promulgados por la Corte General de Massachusetts en diciembre de 1641. Un documento calificado por Morris como notable “por su afirmación de los derechos esenciales de los ingleses, así como por sus disposiciones humanas, muchas de ellas adelantadas para su tiempo[69].

     

Las Declaraciones de Derechos.

   Conocidos son, por haber hecho ya referencia a los mismos, los disturbios y reyertas que enfrentaron a los colonos con las autoridades inglesas. Un conflicto que acabaría desatando la lucha armada entre la población y el ejército inglés, sin que ninguna de las partes, mediado el año 1775, hubiera obtenido ventaja alguna sobre la otra. Avanzada la contienda, lo que vino a suceder en la mayoría de las trece colonias, sería el abandono de sus cargos y obligaciones, tanto de los gobernadores, como de muchos jueces y funcionarios británicos. Ante tal situación, la población de las colonias, reunida en asamblea, recabaría al Consejo alguna solución para paliar la sobrevenida situación de desgobierno, recibiendo como respuesta una invitación sugiriendo que cada colonia redactara su propia Constitución y establecieran la mejor forma de gobierno a tenor de las circunstancias que se pudieran dar en cada una de ellas[70].

  De cómo se concibieron y fueron redactadas estas constituciones nos ocuparemos en el siguiente apartado, al hablar de la Constitución norteamericana. Lo que sí interesa resaltar ahora es que, al proclamar sus constituciones, la mayoría de las colonias, bien en su propio texto, bien en Declaraciones anexas o separadas, recogerían una serie de conceptos y valores, evaluados cómo derechos inherentes a la persona, que se proclamarían con la intención de fijar unos límites a los poderes establecidos. Lo significativo del caso, y en lo que queremos hacer énfasis, es que todas estas Declaraciones de derechos tomaron como modelo la primera que vio la luz: la que se proclamó y fue aprobada en Virginia el 12 de junio de 1776[71].

  Es por ello que, para conocer con detalle sus antecedentes y la manera en que se fraguaron sus contenidos, sus fundamentos y las fuentes de procedencia de los principios y valores de sus enunciados, nos remitamos al análisis y comentarios que, sobre esta Declaración, realizamos en el siguiente apartado, no sin antes reseñar y dejar constancia de cuales fueron estas otras Declaraciones[72] a las que nos estamos refiriendo. 

 

LA DECLARACIÓN DE DERECHOS DEL BUEN PUEBLO DE VIRGINIA

 

Cuestiones preliminares. Su incidencia en las otras Declaraciones

   Al margen de los Estados de Connecticut y Rhode Island, que adoptaron como Constituciones las Cartas coloniales otorgadas por la corona inglesa, sería el Estado de Virginia el primero en proclamar una Constitución propia. Fue elaborada en la Convención de Williamsburg, que estuvo reunida desde el 6 de mayo hasta el 29 de junio de 1776. De ella, nos dice Jellinek, “llevaba, a manera de preámbulo, un solemne Bill of Rights, acordado el 12 de junio por la Convención[73]”. Su autor, nos recuerda Jellinek, fue Jorge Mason, y en su redacción definitiva, Madison ejercería un influjo considerable.

  Es, precisamente, en esa Declaración de Derechos que acompañaba a la Constitución donde queremos centrar nuestra atención. Al haberlas ya reseñado en otros apartados, lo haremos obviando las circunstancias históricas y sociales en las que situarla espacial y temporalmente. Nos interesa conocer las inquietudes y razones que animaron al “Buen Pueblo de Virginia” a su proclamación y que, con distintos matices, se pueden hacer extensivas a la población del resto de las colonias. Así también, repararemos en las corrientes ideológicas que pudieron influir en la gestación de sus enunciados, al igual que en alguno de los detalles sobre su formulación para, finalmente, concluir con una sucinta prospección en lo más esencial de su contenido.

  Recordemos como, desde el inicio de la expansión colonial y durante más de un siglo, los ingleses habían venido regulando la normativa por la que debía regirse el comercio y el tráfico de los productos manufacturados en los territorios de ultramar, dando exclusividad a la marina inglesa para el traslado de mercancías. La creciente oposición de las colonias a estas antiguas normas y costumbres, así como a otras nuevas normas establecidas desde Inglaterra en la década de 1760, que gravaban su actividad económica con nuevas trabas e impuestos, llegó a alterar la sensibilidad de los colonos hasta el punto de generar graves conflictos y enfrentamientos con la administración y las instituciones inglesas delegadas en el territorio. 

  Analizar las causas de una manera simplista sobre la situación que se estaba produciendo, sin tener en consideración las particulares eventualidades que inquietaban el ánimo de los colonos, nos podría llevar, seguramente, a establecer unas conclusiones no del todo acertadas. Para solventar tal posibilidad, habremos de observar todo aquello que fue sucediendo en los años previos a la Declaración de Independencia bajo el prisma de aquellas circunstancias anímicas, económicas y sociales que pudieran estar latentes en la actitud de los colonos, para así poder entender mejor los fines que perseguían.

 

Precedentes. Inquietudes y sentimientos

      La enorme distancia que geográficamente separaban las colonias de Inglaterra, es un factor a considerar a la hora de analizar las inquietudes de los colonos y que, no cabe duda, debió de incidir significativamente en el sentir de los colonos, hasta el punto de hacer florecer en su pensamiento “el desarrollo de un punto de vista distinto y la formación de una conciencia colonial[74], sin que por ello cayeran en el olvido las raíces de su procedencia. .

  Ese sentimiento de pertenencia grupal a una nueva comunidad, caracterizada por los similares orígenes y fines de la mayor parte de sus miembros, se irá fortaleciendo a raíz del descontento general que vendría provocado por una creciente presión fiscal que, a medida que la productividad agrícola, artesanal y comercial iba progresando y consolidándose en cada una de las colonias, les venía impuesta desde el Parlamento inglés. Consecuencia de la desmesurada e interesada ambición recaudatoria de la metrópoli, sería el nacimiento de un movimiento de resistencia por parte de los colonos que acabaría en las disputas y enfrentamientos que ya conocemos, y que se verían agravadas en sus consecuencias por la incidencia en el estado anímico de los colonos[75], entre otras, de las circunstancias anteriormente descritas.

  Focos importantes de esos enfrentamientos se concentraron en Boston, a raíz del llamado “Motín del Té”, y en Massachusetts donde, la llamada “Ley del Gobierno” otorgaba amplios poderes al gobernador para el nombramiento de jueces y agentes del orden, así como para designar a los miembros del Consejo, en lugar de ser elegidos, como hasta entonces, por la Asamblea legislativa. Según cuenta Aurora Bosch, los resultados de estas leyes Coercitivas, aprobadas por el Parlamento Británico, tuvieron el efecto contrario al que pretendían, al unir a todas las colonias en sus respuestas de protesta. “La sorpresa para los británicos fue que todas las colonias se sintieron amenazadas por las Leyes Coercitivas y decidieron ayudar a Boston y que en esta resistencia emergiera un poder político paralelo al de la Corona[76].

  A raíz de estos hechos, se consolidaba ese sentimiento común de pertenencia que referíamos. Según sigue contando esta autora, sobre 1775, los enfrentamientos ya no eran entre pobres y ricos, sino entre patriotas y cortesanos, “entre aquellos que querían a su país y eran libres e independientes y aquellos cuya posición y rango provenía artificialmente desde arriba[77]. Poco después, en enero de 1776, se publicaría el folleto Common Sense, un texto influyente y ampliamente difundido con el que Thomas Paine consiguió lo que se proponía, infundir en el ánimo de la gente el sentimiento de independencia.

  Otro factor importante a tener en cuenta sería el socio-religioso, por la relevante incidencia que tuvo al resaltar las diferencias que se producían en cuestiones económicas y en otros ámbitos de la vida cotidiana. La mayoría de colonos pertenecían a confesiones religiosas disidentes de la Iglesia de Inglaterra. Según comenta Restituto Serra, “los gobernadores eran episcopalianos, produciéndose, por tanto, choques y recelos entre los representantes imperiales y los delegados populares[78].

 

La gestación de la Declaración y los fines que se perseguían

   Aunque pueda ocurrir que un mero hecho espontáneo o una idea trivial que se propaga sin premeditación alguna, llegue a generar inesperados movimientos de masas con algún grave movimiento de subversión social y política, no es habitual que esto suceda así. Por lo general, detrás de cualquier subversión contra el orden político establecido, suele haber alguna idea o teoría deliberadamente urdida con la pretensión de alcanzar unos determinados fines. Esto es, a nuestro juicio, lo que parece haber pasado en la evolución del movimiento revolucionario norteamericano que concluyó con la independencia.

  Evolución, decimos, porque aquello que nació en principio como un comprensible movimiento de protesta, encaminado a derogar las normas impositivas que les venían impuestas a las colonias desde Inglaterra, el devenir de los acontecimientos, forjado por hechos e ideas que se fueron concadenando entre sí, se dejó sentir de tal modo en el proceder de sus gentes que, los fines inicialmente perseguidos, fueron girando en su progresión hasta culminar con algo tan inusitado como fue la Declaración de Independencia. Una Declaración que, como luego veremos, estuvo, en su esencia, fundamentada en la “Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia” proclamada pocos días antes.

  Recordemos como, en su condición de ciudadanos ingleses, tanto los primeros colonos, como también luego sus descendientes, gozaban de los mismos derechos que disfrutaban los ingleses de la metrópoli. Era este un privilegio conferido por los reyes ingleses en las diversas Cartas que otorgaron a quienes se aventuraron en los primeros viajes de colonización. Así, como británicos que se consideraban, entendían la política y su relación con el gobierno en un espacio de libertad. Creían, según cuenta Bailyn que, el pueblo inglés, aunque había tenido que sufrir el despotismo de algunos de sus gobernantes, “había conseguido sostener, en gran medida y durante un lapso mucho más prolongado que cualquier otro pueblo, una tradición de exitoso control del poder y de aquellas malas inclinaciones de la humana naturaleza[79].

  Sigue comentando Bailyn que, para los colonos, esto era una proeza conseguida a base de sortear los obstáculos naturales que se habían interpuesto en el camino de la historia de Inglaterra y que otras naciones no habían podido evitar. La explicación la encuentra este autor en la concepción y defensa de la libertad que tenían los primitivos ascendientes sajones y que se había venido preservando durante siglos, gracias, no sólo al empeño de la gente en su patrocinio, sino también, a la salvaguarda de su arraigo en los cánones tradicionales de la peculiar constitución inglesa.

  Para el pensamiento político que imperaba en las colonias, la palabra y el concepto de constitución, prosigue Bailyn, eran de esencial significación. Por tiempo atrás, y antes de que surgiera el movimiento revolucionario, los colonos, al igual que sus contemporáneos ingleses, no entendían por constitución, escrita o no escrita, “un proyecto de mente concebido y una declaración de derechos cuya modificación trasciende las facultades de la legislación ordinaria; pensaban en ella, más bien, como el orden constituido – es decir, existente – de instituciones de gobierno, leyes y costumbres, junto con los principios y fines que les dan la vida[80].

  La población de las colonias, en su gran mayoría, mostraba una sentida admiración por todo lo concerniente a la constitución británica. Cómo norma que, en todo momento y situación, procuraba el equilibrio en las pretensiones de las fuerzas que la componían, le reconocían su condición de garante en la ordenación de los derechos y privilegios pertenecientes a cada una de las clases imperantes en la sociedad inglesa. Por el contrario, no parecían tenerle igual consideración en lo referente a su funcionamiento práctico, pues surgían muchas dudas por el desconocimiento que se tenía en la manera en que los tres órdenes sociales participaban y se relacionaban en las distintas instituciones gubernamentales. “Los colonos se contentaban con encomiar el extraordinario equilibrio de fuerzas que, según su entender, se había logrado en Inglaterra, y con suponer que de alguna manera efectiva los mismos principios funcionaban en miniatura dentro de cada una de las colonias y también en toda la extensión del imperio[81]. Desde estas premisas, consideraban que el equilibrio se mantendría, y la libertad seguiría estando segura en Inglaterra y las colonias, mientras el ejercicio del poder que ostentaban cada una las fuerzas sociales y políticas se mantuviera dentro de sus precisos límites y cumplieran con el cometido asignado a cada una de ellas. Pero, al mismo tiempo, también consideraban que si alguna de ellas, por prácticas inapropiadas y corruptas, llegara en algún momento a vulnerar los límites establecidos, la libertad se vería en peligro.

  Al concebir la libertad, escribe Bailyn, como el correcto ejercicio, en los límites marcados por las leyes, de los derechos naturales, cuya naturaleza esencial venía enunciada de manera sumaria en la legislación y la costumbre inglesa, los colonos veían en la constitución británica “un sistema de consumada sabiduría, que imponía un eficaz freno a las tendencias absolutistas del poder. Sin embargo, distaban mucho de ser optimistas con respecto al futuro de la libertad[82]. Será esta una cuestión que, hacia 1763, irá cobrando fuerza ya antes de que se intensificaran las desavenencias y conflictos de las colonias con la metrópoli. Era un sentir común en las colonias el reconocimiento de que, la libertad, había sido defendida en Inglaterra como en ninguna otra parte del que llamaban Viejo Mundo, pero, igualmente, se pensaba que las situaciones que se venían sucediendo, hacían peligrar su subsistencia, y veían con preocupación la posible llegada de nuevos momentos de crisis.

  Los acontecimientos ya conocidos confirmaron los peores presagios que se tenían en las colonias sobre los ataques a la libertad. Los momentos de crisis se agudizaron con la imposición de la Ley del Timbre, organizándose numerosos movimientos de protesta en defensa, dice Aurora Bosch, del derecho de los colonos, como ingleses nacidos libres, a no ser obligados a pagar impuestos decretados con el beneplácito de un Parlamento inglés en el que no se consideraban representados. Así, comenta esta autora, en un contexto social cada vez más exaltado, donde van aflorando con rudeza las tensiones sociales, “comienza a elaborarse una ideología whig, que enfatizaba los derechos del individuo frente al Estado, y una ideología popular que identificaba libertad con representación política e igualdad[83].

  Al comienzo de la segunda mitad del siglo XVIII se puede observar una transformación de la concepción que se tenía de los antiguos derechos. Aquellos derechos y libertades heredados, cuenta Jellinek, “así como la organización autónoma otorgada a los colonos en las Cartas por los reyes de Inglaterra, y por los gobernadores de las colonias, se modificaron profundamente, hasta el punto de no ser ya considerados como emanados de los hombres, sino de Dios y de la Naturaleza[84]. Sobre estas premisas se irán perfilando las ideas[85] que darán luego sostén a la trascendental decisión de la Declaración de Independencia.

  Ahora bien, aunque es posible que en los orígenes revolucionarios la idea pudiera estar gestándose en la mente de algunos, la independencia era algo que no se contemplaba entre los fines que pretendían los movimientos de protesta en sus reacciones contra las medidas impositivas emanadas del Parlamento inglés. Si nos atenemos a lo que comentaba James Otis en su escrito The Rights of the British Colonies Asserted and Proved (Los derechos de las colonias británicas afirmados y aprobados), publicado en 1764 como respuesta a la promulgación de la Sugar Act, el sentir general de las colonias era el de mantener los lazos de unión con la que llama “madre patria”.

  En este escrito, según comenta Fernández Segado, Otis vierte algunas de las ideas de Locke, Rousseau, Grocio y Pufendorf, combinando en sus reflexiones la tradición inglesa de un fundamental law, que asegura a todos los derechos naturales, con las doctrinas de la teoría del Derecho público del pensamiento europeo de la Ilustración. El carácter sagrado que Otis atribuye a las leyes fundamentales, escribe este autor, “ya presupone que sobre el legislador recaen límites insoslayables. Otis enfatiza así que el poder legislativo se halla limitado por la constitución de la que deriva su autoridad[86].

  Manifiesta Otis en este escrito que todos los colonos creen estar muy felices con Gran Bretaña[87], y que se puede confiar en que la América británica nunca será insumisa, salvo que se vea abocada en última instancia a luchar contra la opresión ministerial. Pero en sus conclusiones finales, después de alabar la constitución británica como la mejor y más libre de las que existen, y dar fe y justificar el gobierno soberano del rey y la legalidad del Parlamento como legislador, viene a formular unas peticiones que, al margen de las críticas a las normas fiscales que les venían impuestas, a mi modo de ver, encierran una velada amenaza de las posibles consecuencias, caso de no acceder a lo que justificadamente demanda. Argumenta Otis que, por la constitución, cada hombre de los dominios es un hombre libre; que en ninguno de los dominios puede imponerse contribuciones sin el consentimiento de los mismos y que cada parte tiene el derecho a estar representada en la legislatura suprema, y concluye, “rehusar esto parecería una contradicción en la práctica con la teoría que marca la constitución[88].

  No fue el de Otis el único alegato que, aceptando el Gobierno de la Corona, se oponía y pedía la derogación de las normas impositivas que les venían impuestas desde el Parlamento inglés. También Benjamin Franklin, en respuesta a las preguntas que, en febrero de 1766, le formularon en la Cámara Británica de los Comunes, cuando acudió a defender la posición de las colonias en rechazo de la “Stamp Act”, formularía un alegato similar, aunque, quizás, algo más dramático y explícito a la hora de exponer las posibles consecuencias que acarrearía una negativa a sus peticiones.

  A la pregunta sobre la actitud que prevalecía en América respecto a la Gran Bretaña antes de 1763, respondía Franklin que era la mejor del mundo, “todos aceptaban de buen grado al gobierno de la Corona y en todos los tribunales se obedecían las decisiones del Parlamento[89]. Actitud que, comenta luego respondiendo a otra pregunta, ha cambiado notablemente desde entonces. En otro momento, le preguntan si no hay nada que pueda llevar adelante el cumplimiento de la “Stamp Act” más que la fuerza militar, a lo que responde que no ve la manera en que la fuerza militar puede actuar en semejante cuestión. ¿Y por qué no?, le preguntan. Será al responder a esta cuestión, y es lo que queremos destacar, cuando manifiesta sus presagios de lo que puede suceder: “Supongamos que se envían fuerzas a América. No encontrarán a nadie en armas y entonces, ¿qué van a hacer? No puede forzarse a nadie a que compre timbres si no quiere. No se encontrarían con una rebelión. Lo único que pasaría es que la provocarían[90].

  Con anterioridad a esta intervención de Franklin, y para hacer frente común a la Stamp Act, en marzo de 1765, veintiocho delegados de nueve de las colonias se habían reunido en el llamado “Congreso de Nueva York”. Según cuenta Ignacio María de Lojendio e lrure, el Congreso se celebró en unos momentos en los que todavía no había cuajado el arrojo que caracterizó al movimiento revolucionario en su etapa más avanzada. Las resoluciones del mismo, en las que se recogen los derechos y quejas de los colonos de América, será la primera declaración colectiva de las colonias. Al describir la importancia de este Congreso, comenta este autor, que era un principio comúnmente aceptado el que ningún ciudadano podía ser gravado sin su consentimiento, de donde se desprendía un argumento favorable a los colonos. De ahí, concluye, “que para prestar peso jurídico a su actitud se limitasen a enarbolar aquel principio <<no taxation without representation>> que viene a resumir la significación y trascendencia políticas del Cogreso del Stamp Act[91].

  La Stamp Act sería finalmente derogada en marzo de 1766, aunque esto no impediría la promulgación de nuevas medidas consideradas como opresivas por las colonias. La situación se iría enrareciendo, provocando fricciones con la metrópoli e incrementando el deterioro de las relaciones. El culmen de todo ello se produciría en 1774 con los llamados Intolerable Acts[92] del Parlamento, aprobados a raíz del Boston Tea Party de 1773. Estos “Actos del Parlamento”, cuenta De Lojendio, dieron origen a unas enérgicas reacciones de protesta en todas las colonias, manifestadas en diversas reuniones, convenciones y resoluciones, y fueron, según este autor, el punto inicial del movimiento revolucionario. “El tono, el lenguaje de aquellas resoluciones acusaba ya una entereza en la actitud muy diferente del cauteloso respeto que, todavía pocos años antes, había dictado las declaraciones del Congreso de Nueva York[93].

  Resalta este autor dos peculiaridades que se desprenden de algunas de las resoluciones que tomaron las colonias a raíz de estos últimos acontecimientos, “sentimiento de solidaridad y sentido político de independencia ”[94]. Así fue creciendo un espíritu de rebeldía y una necesidad de adoptar medidas conjuntas para reclamar la restitución de sus justos derechos y libertades. Buscando la manera de materializar esas reclamaciones, se celebraría en Filadelfia el llamado “Primer Congreso Continental”, cuyas sesiones se sucedieron desde el cinco de setiembre hasta el 26 de octubre de 1774.

  El resultado de este Congreso lo resume muy bien De Lojendio. En 1765, cuenta, los colonos de América expresaban sinceramente sus sentimientos de afecto y obligación para con el monarca británico y sus instituciones de gobierno. Al exponer sus quejas y derechos lo hacían bajo su humilde opinión y apelaban a las garantías comunes como ciudadanos británicos. “Los congresistas de 1774 en Filadelfia, sin olvidar el argumento constitucional histórico, recuerdan el compromiso contractual de los antiguos pactos, y, sobre todo invocan en su favor la virtud de las leyes inmutables de la naturaleza (…) Los colonos del City Hall de Nueva York, suplican. Los hombres del Primer Congreso Continental, declaran, proclaman, exigen[95].

 

Fuentes de inspiración

   La simple lectura de los Bills of Rights americanos parece conducir, según Jellinek, a concebir una sencilla y elemental respuesta sobre la cuestión de cómo pudieron, éstos, llegar a formular semejantes clausulas legislativas. Ya el mismo nombre, dice, indica la fuente inglesa: “El Bill of Right de 1689, el Habeas Corpus de 1679, la Petition of Rght de 1627, y, por fin, la Magna Charta libertatum, parecen ser los precursores indiscutibles del Bill of Right de Virginia[96].

  No niega este autor la notable influencia de estas normas inglesas, consideradas por los americanos como una parte de sus derechos, en las Declaraciones de Derechos de 1776, ya que muchos de sus preceptos pasaron directamente a formar parte de sus Catálogos de Derechos. Pero, a pesar de ello, prosigue, “hay un abismo entre las declaraciones americanas y las citadas leyes inglesas[97]. Para fundamentar ese “abismo”, detalla Jellinek toda una serie de diferencias entre las leyes inglesas y las Declaraciones americanas.

  Las disposiciones de las leyes inglesas que contemplan los derechos de los súbditos, dice, se convinieron a raíz de hechos precisos y concretos y, casi siempre, reordenan o normalizan un derecho anterior. A su vez, las leyes inglesas no otorgan a esas disposiciones el atributo de ser parte de los derechos generales del hombre, ni tienen la fuerza de limitar factores legislativos, ni formulan principios que ejerzan su fuerza en una posterior legislación; el Parlamento es supremo órgano decisorio y todas sus leyes mantienen la misma jerarquía.

  Según Jellinek, las Declaraciones americanas, por el contrario, “contienen reglas que están por encima del legislador ordinario (…) las Declaraciones americanas no son sólo Leyes formales de naturaleza superior, sino que son también la obra de un legislador superior[98]. Los Bills of Rights americanos, sigue argumentando, no sólo declaran ciertos principios de organización política, sino que, ante todo, delimitan las líneas de separación entre el Estado y el individuo. El individuo, dice, “no debe, según ellos, al Estado, sino a su propia naturaleza de sujeto de derecho, los derechos que tiene inalienables e inviolables[99].

  Nada de esto último, comenta finalmente, se observa en el Bill of Right, en el que se trata muy poco los derechos individuales. Las leyes inglesas no reconocen un derecho eterno y natural, sólo hablan de un derecho que viene de los antepasados: los derechos antiguos, indiscutibles del pueblo inglés. Entre otros, cabe reseñar: que no se suspenda la ley, que no se dispense a nadie de ella, ni se dicten penas crueles, que no se cobre impuesto sin ley, etc., “todas estas cosas no son derechos del individuo, sino deberes del Gobierno[100].

  Si seguimos profundizando algo más en el detalle y posible origen de los derechos que contemplan las Declaraciones americanas, no es aventurado advertir, como lo hace Restituto Serra corroborando lo que también apunta Jellinek[101], que, tanto la Declaración de Virginia como las demás americana, “son aplicación de las creencias religiosas predominantes en aquel territorio y de las doctrinas filosófico-políticas en boga en el siglo XVIII[102].

  Es reveladora la ascendencia de las convicciones evangélicas que se pueden observar en las ideas fundamentales que apuntalan los derechos más significativos que proclama la Declaración de Virginia, como los de libertad, igualdad y dignidad de la persona, como también parecen evidentes las influencias cristianas de sus exhortaciones morales. Pero, sobre todo, lo que nos parece verdaderamente relevante, y así queremos destacarlo como lo hace Restituto Serra, es que “la idea de la formulación positiva de los derechos del hombre, y por tanto también de la Declaración que nos ocupa, como derecho anterior y superior al Estado, tiene su primer antecedente en el derecho natural de libertad religiosa, reconocido positivamente en los Estados Unidos con mucha antelación a los demás derechos humanos[103].

  La Iglesia reformada, a la vez que otorgaba a cada Parroquia la plena libertad para organizarse, proclamaba la total separación entre Iglesia y Estado. Surge entonces un independentismo religioso que, de forma inmediata y no siempre sosegadamente, se va a trasladar al campo político, iniciándose con ello una lucha por la defensa de la libertad de conciencia. Se propaga, así, la convicción de la existencia de un derecho inherente a la persona que no puede ser enajenado, ni está sujeto a criterio humano y que no le deviene de ninguna concesión de poder establecido alguno en la esfera política. Son esta serie de cuestiones las que, en opinión de Conde García, se evidencian y ponen de manifiesto desde la experiencia de los colonos americanos, “para quienes el contrato social no es pura idea o abstracción, sino realidad concreta: ellos mismos han fundado la comunidad política y en el Acta de fundación han sentado como principio cardinal el derecho sagrado e inviolable de la conciencia[104].

  A este respecto comenta Jellinek que, el principio de libertad religiosa, que en América tuvo su implementación en el ámbito jurídico y constitucional, se fundamenta en la idea de un derecho natural del hombre y no de un derecho otorgado al ciudadano. Es pues un derecho superior al Estado que éste no puede violar, pues no es éste quien lo otorga si no que es el Evangelio quien lo proclama. “La idea de consagrar legislativamente esos derechos naturales, inalienables e inviolables del individuo, no es de origen político, sino religioso. Lo que hasta aquí se ha recibido como una obra de la Revolución, es en realidad un fruto de la Reforma y de sus luchas[105].

  El hecho de resaltar primeramente el origen religioso en la “consagración” de derechos en las Declaraciones americanas, no impide ni resta protagonismo, a la influencia que también tuvieron en ellas las doctrinas del Derecho Natural Racionalista. Esta corriente de pensamiento, según comenta Conde García, se ha constituido en el siglo XVII como potencia científica, “deriva el Estado de un acto contractual del individuo considerado como ente soberano[106]. Será este un contrato que el individuo suscribe poniendo sus condiciones, al estar en posesión de unos derechos inalienables que le pertenecen como propios, unos derechos que, en principio, se evaluaban escuetamente como nativos, sin más calificación que los diferenciara. Será John Locke, cuyas ideas resultarán decisivas para ingleses y americanos, quien hablará ya del derecho a defender la vida, derecho a la libertad y del derecho de propiedad, como derechos propios de la persona.

  Unos derechos, un Derecho Natural, que, en opinión de Conde García, “no habría tenido brío por sí solo para traducir con su sola fuerza los principios en preceptos legales, de no haber encontrado en suelo americano, al trasplantarse allí, el supuesto histórico concreto de la lucha por la libertad religiosa[107]. La coincidencia de ambos, comenta, es lo que hizo posible que los principios de Derecho Natural tomaran cuerpo legal en la historia. Del principio de libertad de conciencia, dice, surgirán de su misma esencia, el derecho de manifestación del pensamiento, la libertad de asociación y de reunión y, alargándose en el tiempo, finaliza, “la libertad de prensa, que junto con la de circulación, propiedad y resistencia a la opresión, pasarán a integrar la Declaración de Derechos de Virginia[108].

 

Sobre el contenido y la formulación de la Declaración

    El 5 de enero de 1776 se promulgó la Constitución de New Hampshire, el 26 de marzo la de Carolina del Sur, el 15 de abril, el llamado Congreso de Georgia, aprobó como texto constitucional provisional las Rules and Regulations of the Colony of Georgia, y, un par de meses después, vería la luz la Declaración de Derechos de Virginia de 12 de junio de 1776.

  Ante la posible pregunta de por qué tuvieron lugar todos estos acontecimientos en aquellos momentos y lugares, el destacado especialista en la historia angloamericana, profesor Horst Dippel, responde que, ante las cada vez más graves disputas entre los colonos y la madre patria, éstos recurrieron a la Constitución británica en defensa y protección de los que consideraban sus derechos. Cuando, aproximadamente en 1774, dice, “cayeron en la cuenta del avasallador poder del Parlamento, estos hombres acudieron a las teorías de los derechos naturales y a la concepción de la soberanía popular, para construir sus propias Constituciones en 1776[109].

  Es esta una interpretación de la historia referida a un determinado espacio temporal, aclara seguidamente Dippel, que, analizada en un contexto diferente, otros autores calificarían de tergiversación absurda, discrepancia que resulta, dice, de analizar los mismos hechos desde el prisma de la retórica política general o desde la perspectiva de una lógica constitucional. Esto sucede, continua, porque a pesar de los abundantes escritos y publicaciones sobre la Revolución americana, “no se ha investigado todavía en profundidad cual era el concepto de Constitución que manejaban los americanos durante ese periodo y ello, aunque es un hecho incontrovertible que se referían al mismo con la misma frecuencia con la que empleaban otros vocablos como Derechos o Libertad[110]. Ejemplo tenemos, comenta, en los cuatro primeros textos de esta etapa constitucional en la que solamente los redactores de Carolina del Sur nominaron su trabajo como “Constitución”, “mientras los representantes de Virginia consideraban que, antes de elaborar una Constitución, debían fijar una Declaración de Derechos[111]. No vamos a entrar en los detalles del análisis pormenorizado que lleva a cabo Dippel sobre el devenir del concepto de “Constitución” que manejaron los ingleses y, en particular, los americanos, pero si lo haremos, al menos en lo elemental, desde el resultado conclusivo de sus investigaciones.

  A pesar de las muchas tensiones, los ecos de la Constitución de la Gran Bretaña volvieron a resonar en el debate político de estos años, en el que nadie ponía en duda que estuviera cimentada sobre unos principios fundamentales. Al margen de cualquier concreta previsión que pudiera contener una Constitución, comenta Dippel, “ésta debía fundamentarse forzosamente en una serie de principios. Ésa era la indiscutible enseñanza de la ejemplar Constitución de la Gran Bretaña[112].

  En su empeño en buscar causa y solución a estas cuestiones, encuentra Dippel una ayuda reflexionando sobre las tres partes en las que, comenta, puede dividirse un Estado y que conducen a la esencia de la interpretación constitucional que resumiría los logros alcanzados por la Declaración de Derechos de Virginia y las posteriores “Constituciones”: Una Declaración de Derechos, en primer lugar, una Constitución, en segundo lugar, y, en tercer lugar, las Leyes. En la correlación entre las partes de esa división es, en opinión de este autor, donde mejor se observa la condición y razón de ser de esas primeras Declaraciones de Derechos, al ser en ellas donde se proclaman los principios fundamentales que les da su razón de ser y las faculta para estar por encima de las otras dos partes divisorias que la complementan.

  Deduce Dippel que apelar a los derechos era algo crucial para los americanos, y así se puede observar en el Preámbulo de la Constitución de New Hampshire, que censuraba a Gran Bretaña el que les privara de los derechos que les pertenecían como ingleses que eran, así como también de las Normas y regulaciones de Georgia, en las que se reprochaba a Gran Bretaña de haber sido su política con la colonia la que les había hecho levantarse en armas para proteger los derechos y libertades que Dios y la Constitución les habían concedido. Ahora bien, concluye Dippel, “la idea de una Constitución que expresamente confeccionase una lista de derechos y que proclamase que ése era el lugar adecuado en el que debían contenerse los principios esenciales de un Estado libre, fue algo que únicamente se materializó con la Declaración de Derechos de Virginia de 12 de junio de 1776[113].

  Como punto final, del contenido de esa lista de Derechos, “hecha por los Representantes del buen Pueblo de Virginia, reunidos en plena y libre Convención”, habremos de resaltar de manera singular su primer párrafo, donde se viene a dejar constancia escrita de aquellos principios[114] a los que, desde largo tiempo, se venía apelando en las colonias. A su vez, y como conclusión, significar que, con esa Declaración, se deja constancia escrita por primera vez y de forma estructurada en una norma Constitucional, una serie de principios entre los que, sin restar importancia ni categoría a todos los demás, destacamos el principio de “soberanía popular”: “Que todo el poder reside en el pueblo”. El principio de “separación de poderes”: “Que los poderes legislativo, ejecutivo y judicial deben ser separados y distintos”. Y el “derecho de sufragio” ejercido libremente: “Que todas las elecciones deben ser libres, y que todos los hombres que ofrezcan garantía suficiente de un interés común permanente y de amor a la comunidad tienen derecho de sufragio”.

 

LA DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA O LOS PRINCIPIOS DE UN NUEVO ORDEN  

 

  El 11 de junio de 1776, un día antes de que la Convención reunida en Williamsburg acordara la Declaración de Derechos de Virginia, se designó un comité formado por Jefferson, Franklin, John Adams, Robert Livingston y Roger Sherman para que formularan una Declaración de Independencia. El proyecto preparado por Jefferson, con ligeros retoques por parte de Adams y Franklin, sería presentado al Congreso Continental, donde el 2 de Julio obtendría el voto favorable, dando paso con ello a la Declaración de Independencia que se proclamaría formalmente el 4 de Julio de 1776.

     En cuanto a lo que en ella se dice habremos de significar la reiteración y falta de novedad de una parte importante de su contenido. La mayor parte de los agravios sufridos por las colonias que se denunciaban en ella, ya se habían venido esgrimiendo anteriormente en respuesta a las distintas disposiciones impositivas inglesas. Sobre la apelación a los derechos naturales que en ella se formula, importante es subrayar lo que, al respecto, cuenta Richard B. Morris: “El llamamiento a los derechos naturales se ajustaba a la filosofía política de la época, aunque la enumeración de los derechos fundamentales revela el impacto inequívoco de la Declaración de Derechos, redactada en Virginia por George Mason y adoptada por la Convención que se celebró en ese territorio alrededor de tres semanas antes de que se aprobara la Declaración[115].

  De cómo y por qué se llegó a tomar la drástica decisión[116] con la que culmina la Declaración, es algo en lo que no vamos a incidir al ser una cuestión claramente deducible de los hechos y acontecimientos que hemos venido narrando. Tampoco nos detendremos más de lo necesario en formular un detalle minucioso de las quejas que se explicitan en la Declaración sobre las decisiones de la Corona inglesa contra los intereses de los colonos, aunque alguna incursión podríamos hacer en aspectos concretos de alguna de ellas, que nos puedan servir, a modo de ilustración, en ulteriores comentarios.

  Nuestro interés en la Declaración se centra, de manera singular, en las teorías e ideas en las que los representantes de las trece colonias parecen haber sustentado las argumentaciones que esgrimen a favor de sus intereses, y que dicen derivan de las “Leyes de la Naturaleza”. La fortaleza de los preceptos de esas Leyes, por tanto, será uno de los pilares en los que se sostendrá la decisión del Congreso General para romper y dar fin a sus vínculos políticos con el Estado de la Gran Bretaña, dando paso con ello al establecimiento de un nuevo orden político en los Estados Unidos de América. Un nuevo orden que, amparado en los valores y principios de unos derechos, catalogados pronto como fundamentales y de alcance universal, traspasará pronto la frontera espacial del lugar de su advenimiento, desde donde saldrán fortalecidos acompañados de un reconocimiento político y social cada vez más generalizado.

  Releyendo con atención el primer párrafo de la Declaración advertimos en él su carácter introductorio, observando que, además de plantear la necesidad de justificar las causas de la separación, como así explicitarán, establecen previamente unas iniciales premisas con la intención de que avalen y justifiquen la conclusión a la que finalmente llegan, abocados por la razón y gravedad de las quejas que exponen contra la Corona.

  Llama poderosamente nuestra atención esto que se viene a proclamar en el proemio de la Declaración: “se hace necesario para un pueblo disolver las ligas políticas que lo han unido con otro”. Premisa que para comenzar se establece, elevando la condición política de las trece colonias a categoría de pueblo, un pueblo diferenciado del pueblo inglés y situado en la misma esfera. Nos sorprende de estas manifestaciones lo que bien podría deducirse de ellas, en cuanto, quienes hasta ahora defendían tener unos derechos en su condición de ciudadanos ingleses, parecen olvidarse de ello al situarse, frente al pueblo inglés, convertidos en sujeto político titular de un nuevo ente con su propio derecho, y dispuesto a defenderlo hasta las últimas consecuencias. Las razones, motivos y fundamentos que pudieran haber incidido en este tránsito es algo que nos intriga y aviva nuestro interés en profundizar en este asunto. No obstante, al haber tratado ya las dos primeras cuestiones, nos restaría saber ahora de las fundamentaciones teóricas que pudieran estar detrás de ese tránsito que comentamos.

  Nuestras primeras reflexiones nos llevan a pensar que, al margen de otras posibles ideologías, las ideas y teorías de Locke, bien podrían estar patentes en el pensamiento, tanto de quienes colaboraron en la redacción de la Declaración de Independencia, como de aquellos que formaban parte del Congreso General y la refrendaron. El pacto fundacional de una comunidad política bajo el consentimiento de sus miembros, la defensa de la libertad y el derecho a la propiedad, en su sentido más amplio, son los ejes principales sobre los que construye Locke su doctrina, y a ella recurriremos en nuestro intento de encontrar respuestas a los interrogantes que nos preocupan.

  La propiedad de la tierra era algo que siempre estuvo en la mente de cuantos, desde el arribo de los primeros colonos, se establecieron en las tierras de Norteamérica. Tengamos en cuenta lo que escribíamos sobre este tema al hablar de los primeros encuentros entre los colonos y la población india, con la obsesión de los primeros por obtener los derechos de propiedad sobre unas parcelas de tierra y las reticencias de los segundos para no acceder a sus pretensiones. Era esta una actitud de aquellos primeros colonos que venía condicionada, y hasta cierto punto, avalada, por las prerrogativas concedidas en las Cédulas reales que acompañaban a estos expedicionarios en su busca de nuevas tierras donde establecerse bajo un régimen de colonización[117].

  Tras estos primeros asentamientos fueron llegando oleadas de gente de muy distinta posición y condición, de origen inglés en su gran mayoría. Salvo contadas excepciones, ninguna de estas personas dejaba atrás propiedad alguna que les atara a sus lugares de procedencia, pero a todos les unían los mismos propósitos: sus anhelos por establecerse en los territorios de Norteamérica junto a su ambición por la posesión de una parcela de tierra. Si ponemos en relación la, general y común aspiración, de todos estos colonos, con las teorías de Locke, es fácil deducir, sin mayor dificultad, un elemento común entre ellas: la propiedad, concretando más, la propiedad de la tierra.

  Locke cimienta alrededor del consentimiento el origen de las sociedades políticas y pone el foco de atención en la propiedad para construir sus teorías. Para este autor, el consentimiento podía ser tácito o expreso, pero apunta, “en rigor, nada puede hacer de un hombre un súbdito, excepto una positiva declaración, y una promesa y acuerdo expresos[118]. Todo aquel, pues, que, mediante un acuerdo formal y una declaración expresa, hubiera dado ya su consentimiento para formar parte y ser miembro de una determinada comunidad, estará por siempre obligado a continuar como miembro del mismo y no podrá revertir su estado al primitivo estado de naturaleza, salvo que el gobierno al que está sometido se disuelva por alguna causa calamitosa, “o que él mismo cometa un acto público que lo separe de dicho gobierno y no le permita formar parte de él por más tiempo[119].

  Añade Locke que existe un consentimiento tácito, y por tanto de sumisión, por el hecho de tener posesiones de tierra, tanto propias como arrendadas, o disfrutar de alguna parte de los dominios públicos de un gobierno o, simplemente, por el mero hecho de estar dentro de los territorios de ese gobierno. La obligación de sumisión acaba, y pone término al consentimiento tácito, cuando se cesa en la condición de propietario, se deja de disfrutar del uso del dominio público o se abandona el territorio. En tales circunstancias, la persona, concluye Locke, “está ya en libertad de incorporarse al Estado que desee, y tiene también la libertad de acordar con otros hombres la iniciación de un nuevo Estado in <<vacuis locis>>, es decir, en cualquier parte del mundo que esté desocupada y no sea poseída por nadie[120].

  Resulta evidente, al menos para nosotros, que el tránsito de las trece colonias a la consideración de pueblo, sin obviar posibles concomitancias con otras inferencias ideológicas, puede encontrar perfectamente su base fundamental en las teorías de Locke, aun teniendo todavía pendiente una duda por resolver. Si el hecho de que los colonos invocaran sus derechos como ingleses, al oponerse a la opresión que decían sentir por las normas que les imponían las propias autoridades inglesas, debería interpretarse como una sumisión al gobierno, nacida de un existente consentimiento expreso o, por contra, pudiera derivar de un posible consentimiento tácito o, si tal vez, no existiera consentimiento alguno y ese derecho invocado, solamente fuera una simple concesión de la Corona con otras contrapartidas, ajenas a cualquier tipo de consentimiento que no fuera el simple hecho de aceptar la gracia que se les concedía. En función de las posibles respuestas, podríamos pasar por serias dificultades para justificar la condición de pueblo diferenciado que dicen tener las trece colonias, al menos, para hacerlo al amparo de las teorías de Locke. El primer punto a dilucidar, pues, sería el de contrastar con estas teorías el posible tipo de vinculación que unía a los colonos con Inglaterra al momento de su partida, y si ésta hubiera podido cambiar al momento de arribar y establecerse en tierras norteamericanas.

  Para Locke, toda persona, al nacer, es súbdito de su padre y de su príncipe, por lo que se encontraría siempre con una obligación de sujeción y fidelidad. Pero esto, agrega, es algo que la humanidad nunca lo ha tenido en consideración, por lo que, salvo que la persona haya dado su propio consentimiento expreso, nunca se le ha reconocido esa sujeción natural. “El haber nacido en el seno de regímenes políticos de larga tradición, con leyes establecidas y con formas fijas de gobierno, no impide la libertad del género humano; pues los hombres son hoy tan libres como lo fueron los que nacieron en las selvas[121]. Lo que ocurre, comenta Locke, es que el hecho de que el hijo, al morir el padre, siga disfrutando de las posesiones de éste, ha dado lugar a confusiones, pues ningún Estado consiente el desmembramiento de una parte de sus dominios y, por tanto, no permite que nadie, sin pertenecer a la comunidad, pueda disfrutar de posesiones en sus dominios, obligación de pertenencia que, como ya decíamos, finaliza con el cese en el disfrute de los bienes.

  En nuestra opinión, y según las teorías de Locke y lo que acabamos de comentar, los colonos ingleses habrían dejado de ser súbditos de la Corona al momento de arribar a las tierras de Norteamérica. Ahora bien, habrá de tenerse en cuenta que, en función de las Cartas de concesión otorgadas por voluntad regia, se establecía para los colonos un deber de fidelidad y el pago de una parte del oro y la plata que pudieran conseguir, y, en contraprestación, la Corona se obligaba a darles una protección en defensa de los peligros que les pudieran acechar. Serían estos unos compromisos de contraprestación recíproca que, a nuestro entender, no contemplaban la condición de súbditos para los colonos, pues el devengo de las imposiciones y gravámenes que les imponían desde Inglaterra, recaía de manera exclusiva en el producto de sus negocios y en los frutos que producían las tierras, pero no en la propiedad de las mismas que lo eran en exclusiva de los colonos y se regía por las normas que en las mismas colonias se establecían.

  Ante eventuales resquicios sobre la posible persistencia de un anterior consentimiento expreso que pudiera subsistir en la condición de los colonos al momento de su arribo a tierras norteamericanas, sería oportuno recordar la actitud de rebeldía que adoptaron las colonias ante los actos impositivos ingleses, que derivaron finalmente en el pronunciamiento de la Declaración de Independencia, pues bien podría entrar en coincidencia con la excepción que plantea Locke sobre la persistencia del consentimiento expreso.

  Decía Locke que una de las circunstancias que podría liberar a quien hubiera otorgado el consentimiento expreso y la sumisión a un gobierno, era la realización de un acto público que, por su gravedad y trascendencia, fuera hecho suficiente para separarlo del mismo. A consecuencia de ello, cesaría en su condición de súbdito y miembro de la comunidad, para retornar con todas las consecuencias a su estado de naturaleza. Circunstancia esta que, como apuntábamos, bien podría aplicarse a los miembros de las trece colonias a tenor del detalle de los hechos y pronunciamientos que nos relata Jenkins. En junio de 1775 los enfrentamientos que se venían produciendo entre los considerados patriotas y los soldados regulares ingleses, culminaron con la derrota norteamericana en la batalla de Bunker Hill. Para entonces, cuenta, el Congreso Continental se había erigido ya, de hecho, como un gobierno rebelde de las colonias en armas, siendo George Washington el jefe de las milicias coloniales. En agosto, concluye Jenkins, “los ingleses declararon oficialmente que las colonias se hallaban en estado de rebelión[122].

  Con estas consideraciones sobre la condición de “pueblo” que se atribuyen las trece colonias en el Preámbulo de la Declaración de Independencia, y continuando con el guion que ella misma nos marca, será el momento de abordar ahora el detalle de los Derechos inherentes a la persona que a continuación del mismo proclaman. Intentaremos hacerlo tratando de esquivar la posterior influencia de su repercusión y trascendencia en el pensamiento sociopolítico, no sólo de la sociedad norteamericana, sino en el de todas las sociedades occidentales, al ser estas cuestiones más propias de nuestras reflexiones y consideraciones finales.

  Como ya hemos comentado, y es por casi todos reconocido, la Declaración de Independencia, especialmente en lo referente a los derechos inalienables que le son inherentes a la persona, tienen su principal fuente de inspiración en la Declaración de Derechos de Virginia, aprobada unos días antes en el Congreso convocado a tal fin. Pocas dudas hay sobre la influencia que ésta debió tener en quienes redactaron la Declaración de Independencia, y de ella parece adoptar sus pronunciamientos más importantes. Será, quizás, por ello y por su generalizado asentimiento que, aun sin detenerse en reiterar expresamente el minucioso detalle de todos los derechos que aquella proclama, ésta parece asumirlos de forma tácita en la exposición de los más relevantes, como así parecen ratificarlo las decisiones futuras que se fueron adoptando sobre la formulación y adopción expresa de los mismos.

  Puede que fuera para dotar de más fuerza al pronunciamiento sobre los derechos inherentes a la persona, la Declaración de Independencia hace una alusión explícita al origen de los mismos: “Sostenemos como verdades evidentes que todos los hombres nacen iguales, que están dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables”. Unos derechos, prosigue, “entre los cuales se cuentan el derecho a la Vida, a la Libertad y el alcance de la Felicidad”. Es, precisamente, con la expresión, “entre los cuales”, que precede a la enumeración de los tres derechos que explícitamente declara, donde entendemos asume la mayor parte, por no decir todos, de los demás derechos que sí se enumeran en la Declaración de Virginia. Y puede también que, al enumerar expresamente esos tres derechos, y por un orden determinado, estén significando la importancia y trascendencia de los mismos, otorgándoles un valor superior para que adquieran la función de ser el eje principal sobre el que habrán de pivotar todos los demás derechos que, decíamos, implícitamente asumen.

  Pero, a nuestro juicio, el aspecto más relevante en cuanto a la exposición de derechos que se recoge en la Declaración de Independencia, no es tanto el enunciado de su detalle, como la referencia que hacen sobre la fuente y potestad de sus orígenes, sin que esto signifique restarle la importancia que en sí mismo tiene su enumeración y proclamación.

  Los colonos americanos sentían verdadera admiración por la Constitución británica en su función de garante del equilibrio que debía existir entre las distintas instituciones de gobierno, así como también en su aspecto de norma fundamental en la salvaguarda de las prerrogativas que disfrutaban los distintos estamentos de la sociedad inglesa. Esto fue así hasta que, por los hechos y circunstancias ya conocidos, los colonos empezaron a dudar de la validez y eficacia de su aplicación en defensa de los derechos que para sí reclamaban y por su incapacidad para proporcionar vías de solución a los problemas y enfrentamientos de las colonias con la metrópoli.

  Es entonces, ante la constatación de la manifiesta incapacidad del derecho vigente para garantizar y hacer valer sus reivindicaciones frente a los poderes establecidos, cuando los representantes de las colonias deciden buscar amparo a sus pretensiones en unas normas de rango superior, esto es, en un derecho universal que pudiera proporcionales el fundamento y sostén que requería el acuerdo al que habían llegado como mejor solución a sus problemas: “Solemnemente publicamos y declaramos que estas Colonias Unidas son, y de derecho deben ser, Estados Libres e Independientes”. Para fundamentar y sostener la finalidad de acabar con la unión política que les ataba a la metrópoli inglesa, recurren a Dios y a las Leyes de la Naturaleza: “Asumir, entre los poderes de la tierra, un sitio separado e igual, al cual tiene derecho según las Leyes de la Naturaleza y el Dios de la Naturaleza”.

  Para asegurar esos derechos, termina diciendo la Declaración, los hombres (constituidos en comunidad mediante un pacto, añadimos nosotros por ser una cuestión que implícitamente se asume) instituyen los Gobiernos, “derivando sus justos poderes del consentimiento de los gobernados”. Se trata, pues, de un poder condicionado, sujeto al buen fin y cumplimiento de los fines para los que es elegido. Y es precisamente por eso que, cuando el poder no se ejerce en sus justos y debidos términos, el pueblo puede actuar sobre la forma de gobierno, reservándose el derecho a “cambiarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno, basado en esos principios”.

 

EL DESENLACE CONCLUSIVO EN EL DEVENIR DE LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA. DEL CONGRESO CONTINENTAL DE 1774 EN FILADELFIA A LA CONVENCIÓN DE FILADELFIA DE 1787

 

  En la cronología de los hechos, el desenlace conclusivo en el devenir de la Revolución Norteamericana, parece lógico llevarlo al momento de la firma, por la Convención, de la Constitución de los Estados Unidos de América el 17 de setiembre de 1787. Pero siendo éste un hecho destacado, y sin restar la importancia que tiene todo lo que en la Constitución se estipula sobre la forma de Gobierno que se decide adoptar, no es en ello donde principalmente queremos fijar nuestra atención para dar forma al epílogo de este apartado sobre la Revolución Norteamericana.

  Siguiendo la línea que venimos observando en nuestro trabajo, es nuestro interés profundizar en los hechos y acontecimientos que motivaron y siguieron a la convocatoria del Congreso Continental, justamente, hasta los momentos anteriores a la proclamación y refrendo de la Constitución. Lo haremos a través de los pronunciamientos que emanaron del seno del Congreso, tratando de encontrar en su análisis algunos apuntes que nos puedan aproximar al conocimiento de lo que consideramos la génesis de un nuevo tipo de Estado al que se le pueden aplicar unas particulares características, hasta ese momento, poco habituales, por no decir casi inéditas. Será este un recorrido que, remontándonos en el tiempo, nos acercaría a los hechos fundacionales de esos nuevos entes políticos que, aun perfeccionando su consolidación en los espacios de un particular régimen colonial, bien nos pueden servir para concebir y dar forma a un posible modelo fundacional de ese Estado al que nos referimos.

  Los representantes de las colonias, reunidos en el llamado Congreso Continental, decidieron, el 11 de junio de 1776, crear un comité, formado por un miembro de cada una de esas colonias, para tratar de buscar la mejor forma de constituir una Confederación que agrupase a las trece colonias sublevadas, para abordar con más garantías los problemas que se venían suscitando, consensuando, para ello, las decisiones más oportunas para el buen fin de la causa que defendían. El 15 de noviembre de 1777 estaban ya ultimados los artículos de la Confederación que, una vez firmados por los delegados de las colonias, estarían vigentes hasta que, el 4 de marzo de 1789, comenzó a operar el primer gobierno emanado de la Constitución bajo la presidencia de George Washington.

  Con el nombre de “Artículos de Confederación y unión perpetua entre los estados de…”, se recoge en su articulado las normas por las que se debía regir la Confederación, así como los derechos y obligaciones que asistían a cada uno de los “Estados” que la componían, reiterando, en su Artículo 1, el mismo nombre que ya había sido adoptado en la Declaración de Independencia: “El nombre de esta Confederación será Los Estados Unidos de América[123]. El tránsito que llevó a estos entes territoriales a dejar de ser colonias para pasar a ser Estados, ya hemos visto que se fraguó en los debates del Congreso Continental, en cuyo seno se gestó esta opción, y concluyó, finalmente, con la proclamación de la Declaración de Independencia, en la que se declaraba con toda solemnidad: “Que estas colonias unidas son, y en derecho han de ser, Estados libres e independientes”. Pero no es con una simple “Declaración”, formalizada por un determinado grupo de personas que residen en un mismo y delimitado territorio, como se adviene la génesis de un Estado. El asunto es bastante más complejo y nos puede confundir si nuestras reflexiones se quedaran estancadas en el mero análisis del texto de la Declaración, por muy profundo y contrastado que este pudiera ser.

  Para poder tener una visión de mayor alcance sobre el acontecer de la génesis que referimos, habremos de remontarnos a los mismos orígenes de la fundación de las colonias. Y con la intención de hacerlo con una perspectiva más amplia, lo haremos con un recorrido a la inversa; esto es, iniciándolo en la etapa en que se desmoronaba la organización política inglesa en las colonias, para, retrocediendo luego en el tiempo, llegar hasta los primeros vestigios de los asentamientos coloniales. De esta manera, situaremos nuestro punto de partida en aquellos días en los que, tras la dejación de funciones y el abandono de los puestos clave en las instituciones de gobierno por el personal nombrado por las autoridades inglesas, fueran las propias colonias las que, para remediar el vacío de poder, procedieran a tomar medidas para formar sus propios gobiernos.

  En la fecha del 15 de mayo de 1776, el Congreso Continental [124] invita a las colonias a dotarse de los mecanismos de gobierno necesarios para paliar el desamparo causado por el abandono de sus obligaciones en las instituciones gubernamentales y judiciales de los dirigentes ingleses y su alto funcionariado. Desde ese momento los acontecimientos se irán precipitando, aunque ya antes se habían iniciado en algunas colonias acciones en este sentido. Según relata Grau Gómez en la nota histórica[125] que antecede a su traducción de la Declaración de Independencia, el 10 de junio se tomó la decisión de designar un Comité que preparara una declaración que recogiese los conceptos que luego conformarían y darían forma al núcleo principal de la Declaración de Independencia: “Que las colonias Unidas son, y por derecho deben ser, estados libres e independientes…”. Al día siguiente serían designados otros dos comités: uno para que redactase la forma de Confederación que deberían adoptar las colonias y otro que diera forma a los posibles tratados a firmar con las potencias extranjeras. El 28 de junio el Comité encargado de redactar la Declaración presentó su propuesta y, finalmente, el 4 de julio se acordarían los términos definitivos de la Declaración de Independencia.

  En los años 1776 y 1777 se desarrolló en las colonias una frenética actividad reglamentaria en cuanto a la elaboración de unas pautas normativas dirigidas a la formación y desarrollo de las tareas gubernamentales en cada una de ellas. Surge, así, lo que podríamos considerar como un movimiento constituyente que elabora toda una serie de disposiciones, más bien constituciones, a las que nos atreveríamos a conceptuar como normas fundacionales de un nuevo orden estatal. Se proclamarían redactadas en documentos escritos con la finalidad, entre otras muchas, de que pudieran ser conocidas por todos, incluyéndose en alguna de ellas, a modo de preámbulo, una declaración expresa de toda una serie de derechos fundamentales inherentes a las personas. Detalles, todos ellos, de carácter novedoso en su tiempo o, cuando menos, poco habituales en aquellos lugares donde podía estar vigente un sistema político de análogas características.

  Esta actividad normativa fue llevada a cabo por los representantes de los colonos que, libremente elegidos, conformaban las Asambleas Legislativas. Éstas venían funcionando como órganos representativos con tareas de legislación y gobierno, en un pretendido equilibrio frente al poder de los gobernadores designados por las autoridades inglesas. No era, pues, un hecho singular ni novedoso, la participación popular en la actividad reguladora de las colonias. Situaciones similares se han venido a dar a lo largo de la historia, como, por ejemplo, las que, en algunos casos, referíamos al hablar de la Grecia y la Roma antigua, donde, unos representantes, elegidos por el pueblo, eran llamados a perfilar con sus aportes los procesos normativos, y a colaborar, con su participación, en las distintas funciones de las instituciones de gobierno.

  Lo verdaderamente trascendental en esta ocasión, al menos para nosotros, es que el pueblo, rompiendo los compromisos que pudiera tener suscritos con anterioridad, se arrogó la condición de “soberano” y, asumiendo la tarea constituyente, instauró un modelo de Estado en el que se reconocía que todo el poder residía en el pueblo, y que la voluntad de éste se manifestaría a través de unos representantes elegidos para establecer y desarrollar el sistema de gobierno que mejor defendiera sus intereses. Es esta una cuestión que, explícita o implícitamente y con mayor o menor precisión, se puede llegar a colegir en una primera lectura de cada una de aquellas primeras constituciones. Un análisis que hacemos siguiendo las traducciones realizadas por Grau Gómez[126], de donde, a modo ilustrativo, extraemos unas citas del contenido de alguna de ellas para constatar lo que apuntamos.

  La Constitución de Pennsylvania[127], promulgada el 28 de setiembre de 1776, justifica el derecho del pueblo a deponer un sistema de gobierno injusto y arbitrario para implantar otro nuevo que vele por los intereses del pueblo. La Constitución de Maryland[128], promulgada el 11 de noviembre de 1776, declara explícitamente el derecho del pueblo, mediante pacto, a elegir su sistema de gobierno, pensando en el bienestar de todos. La de Carolina del Norte[129], promulgada el 18 de diciembre de 1776, se pronuncia en términos similares al igual que la Constitución de Georgia[130], promulgada el 5 de febrero de 1777 y la de Nueva York[131], promulgada el 20 de abril de 1777.

  Ahora bien, hay que considerar que, a este punto, no se hubiera podido llegar, y las conclusiones y repercusiones no podrían haber sido las mismas, ni con los mismos efectos, si los orígenes de esas comunidades o grupos sociales, en definitiva, colonias, hubieran sido distintos de los que fueron. Nos remitimos, pues, a todo cuanto comentábamos sobre el asentamiento de los primeros colonos en tierras norteamericanas, subrayando las condiciones en que lo hacían al suscribir los primeros pactos fundacionales y posicionarse en unos territorios concretos que, si exceptuamos las advertencias que hicimos en su momento sobre la población nativa, eran unas tierras libres y que no estaban bajo el dominio de ninguna de las potencias expedicionarias del “Nuevo Mundo”.

  Aunque aquellos colonos, en su gran mayoría, habrían viajado auspiciados por la Corona Inglesa y bajo su amparo, no habría más obstáculo que su propia voluntad, para poder adscribirse a cualquiera de los Estados ya existentes en su entorno o, en su caso, como así ocurrió, instaurar nuevos Estados. Clarificado ya anteriormente los matices de este punto, y una vez argumentados los motivos que llevaron a las colonias a dar por disueltos los lazos políticos que les unían con Inglaterra, y justificados los fundamentos por los que, cada una de ellas, como territorio independiente, se arrogaba su propia soberanía, nada impedía que, de común acuerdo entre sus miembros y mediante pacto expreso, adoptasen la condición de Estado, como así sucedió.

  Con este último paso, las colonias culminaban la etapa que se iniciaba con la convocatoria del llamado “Primer Congreso Continental”, al que acudió una representación de cada una de ellas con el fin de adoptar decisiones consensuadas en defensa de sus intereses frente al poder de la metrópoli, que pretendía imponerles unas abusivas normas impositivas y unas arbitrarias medidas coercitivas, lo que consideraban una injusticia. De este Congreso salió la redacción de un escrito dirigido al monarca inglés pidiéndole que anulara las leyes que consideraban lesivas para los colonos y. como medida de presión, los delegados elaboraron un plan de acción conjunta para boicotear las importaciones inglesas hasta que el rey aceptara sus condiciones, pero, aun con esta amenaza, el rey se negó a las pretensiones emanadas del Congreso, al que pusieron fin tras la propuesta de volver a reunirse después de un año para evaluar los resultados.

  Los motines y revueltas se fueron reproduciendo cada vez con mayor intensidad y, para el mes de mayo de 1775, fecha en que se volvió a reunir el que sería Segundo Congreso Continental, el conflicto se había convertido en una lucha armada entre los colonos y el ejército británico. Consecuencia de ello fue la decisión de conformar un verdadero ejército continental que hiciera frente a las fuerzas inglesas. Entre esas fechas y julio de 1776, continuaron los enfrentamientos sin que ninguna de las partes llegara a conseguir importantes ventajas sobre la otra. Fue entonces cuando ocurrió el hecho que ya relatábamos, con el abandono de gobernadores, jueces y funcionarios británicos en gran parte de las colonias, dando lugar a que se produjera el momento constitucional que en ellas se suscitó, para concluir promulgando su condición de Estados independientes.

  El hecho de que fuera el pueblo quien, por medios de sus representantes, se constituyera en artífice de lo que allí sucedió, es, en nuestra consideración, lo trascendental de esta gesta; otra cosa será el debate que esto trajo en consecuencia: si lo mejor para las colonias, ya Estados soberanos, era permanecer bajo el amparo de la Confederación que les había unido desde el principio, o, por el contrario, si lo mejor sería conformar un Estado unificado, dotado con un gobierno federal con poder de mando sobre todos y cada uno de los entonces vigentes y acabados de formar.

  Tal debate, en nuestra opinión, no se habría suscitado de no ser por la existencia entre los colonos de un sentimiento común de pertenencia que ya advertimos en su momento. Un sentimiento que, entendemos, estaría dividido, entre un común vínculo general que les hacía sentirse unidos, como una sola fuerza, en defensa de los agravios que todos sufrían por parte de las autoridades inglesas, y un particular vínculo a sus círculos más cercanos, algo más inmediato, que les llevaba a defender los intereses propios de cada una de las colonias.

  Pero no creemos que, el hacer valer la prevalencia de un sentimiento sobre el otro, fuera la causa principal que motivara la disyuntiva que se cernía en las discusiones entre federalistas y antifederalistas pues, ambos sentimientos, cohabitaban desde hace tiempo entre la población colonial sin reportar mayores problemas para la convivencia. A la vista del texto propuesto en la Constitución de 1787, lo que parece estar claro que trataban de dilucidar en aquellas discusiones, era si consentían, o no, en aunarse para la conformación de un nuevo Estado, plegándose a la autoridad de un gobierno de corte federal.

  Según cuentan los profesores Ignacio Sánchez Cuenca y Pablo Lledó, el debate sobre la Constitución americana de 1787, “tal vez constituya la discusión pública más profunda que haya habido nunca sobre el significado y el funcionamiento de la democracia representativa[132]. La pasión, dicen, con la que se defendieron las ideas mediante panfletos, discursos y artículos periodísticos, no fue obstáculo para que se expusieran argumentos bien fundamentados sobre aspectos de la política y el gobierno. La discusión se polarizó entre dos posiciones opuestas: “una que era partidaria, tal y como se reflejaba en la Constitución, de un gobierno fuerte y enérgico de carácter federal, que fuera más allá de acuerdos multilaterales entre los Estados confederados, y otra que recelaba de semejante propuesta y preferían gobiernos más débiles y más próximos a las comunidades locales de los Estados[133].

  Numerosos fueron los escritos en los que se plasmó el debate, siendo los más destacados aquellos artículos que, en defensa de la Constitución, se dirigieron al pueblo del Estado de Nueva York en respuesta a los reproches a la misma que planteaba su gobernador. Entre octubre de 1787 y mayo de 1788, los periódicos de este Estado publicaron unos 85 artículos bajo el pseudónimo de “Publius”, conocidos como El Federalista. En controversia con ellos, aparecieron en la prensa de otros muchos Estados otra tanda de ensayos antifederalistas, puede que sin tanto rigor y profundidad como los otros, que se escribieron bajo los pseudónimos de “Centinel”, “Cato” y “Brutus”. Los antifederalistas veían en la Constitución una amenaza para la libertad que tanto les había costado conseguir con la Revolución, y temían que, un gobierno dotado con tan amplias facultades como se le reconocían en la Constitución, pudiera acabar en un sistema despótico. Los federalistas intentaron demostrar que esos temores eran infundados, pues el mecanismo de frenos y contrapesos que se establecía en la misma despejaba tal posibilidad.

  Largo sería entrar en un detalle pormenorizado de las argumentaciones que, partidarios y discrepantes de la Constitución, esgrimieron en favor de sus particulares ideas, y no es esa nuestra intención ni propósito. Nuestro interés al adentrarnos en la Revolución norteamericana, como bien hemos querido dejar patente y al principio comentábamos, se centraba en conocer la manera en que, aquellos primeros colonos y, luego todos los que allí arribaron, llevaron a la práctica el desarrollo de unas ideas y teorías que abogaban por establecer un sistema de gobierno en un determinado territorio, sin más propietarios que ellos mismos, que velara por la libertad de todos ellos y defendiera sus intereses.

  Así sucedió, y así fue como emergieron y se desarrollaron las primeras colonias, conformando amplios consensos que, mediante una serie de pactos, suscritos con el consentimiento expreso de los otorgantes, bien directamente o por medio de unos representantes libremente elegidos, dieron lugar después a la creación de unos nuevos Estados. Estados que, tras un intenso debate y la superación de no pocos conflictos, decidieron dar un paso adelante y dejar atrás el Convenio de Confederación, para, con la aprobación y posterior ratificación de la Constitución de 1787, culminar la fundación de lo que hoy conocemos como los Estados Unidos de América, donde continua vigente aquel primitivo texto, siempre puesto al día y actualizado a través de los procedimientos de enmienda contemplados en su articulado. 

 

NOTAS

 

[1] John Elliot, en  Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América (1492-1830), en Taurus (Barcelona 2017) 121/123

[2] Wilbur R. Jacobs, en El expolio del indio norteamericano, en Alianza (Madrid, 1973) 28.

[3] Ibídem 28.

[4] Ibídem 27.

[5] “El Gran Espíritu dio esta gran isla a sus hijos rojos, colocó a los blancos al otro lado de la gran extensión de agua. Ellos no se contentaron con lo que tenían y vinieron a coger lo nuestro… Estas tierras son nuestras: nadie tiene derecho a echarnos porque nosotros fuimos sus primeros dueños”. George S. Synderman, en Smithsonian Institution, Bureau of American Ethnology, Bulletin 149 Symposium on Local Diversity in Iroquois Culture, No. 2. Concepts of Land Ownership Among the Iroquois and Their Neighbors. (La traducción de este párrafo es la que nos ofrece Guillermo Solana, traductor de la obra de Wilbur Jacobs que citamos en nota 2)

[6] Wilbur R. Jacobs, (o. c. nota 2)

[7] John Locke, en Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, en Alianza (Madrid 1990) 65.

[8] Ibídem 71.

[9] Ibídem 73.

[10] Ángela Aparisi Miralles, en La revolución norteamericana, Aproximación a sus orígenes ideológicos, en C.E.C. (Madrid 1995) 35.

[11] R. H. Tawney, en La religión en el origen del capitalismo, en Dédalo (Buenos Aires 1959) 274.

[12] Francisco Castilla Urbano, en “Introducción”, en Discursos legitimadores de la conquista y colonización de América, (Edición de Fco. Castilla Urbano. UAH 2014) 9.

[13] “Il y a une chronologie traditionnelle de l'immigration aux Etats-Unis: l'époque coloniale est la période pionnière et fondatrice. L'immigration était alors majoritairement anglaise mêlée d'Ecossais, d'Irlandais, d'Allemands. En fait, même s'ils sont arrivés dans les colonies comme des serviteurs engagés sous contrat (qui paient leur passage de quatre ans de travail pour un patron), ces premiers arrivants ne sont pas, dans la vision la plus conventionnelle de l'histoire américaine, des immigrants, mais des fondateurs”. Jeanine Brun, en ¡América¡ ¡América¡ Trois siècles d’emigration aux États-Unis (1620-1920), en Éditions Gallimard (Paris, 1980) 20.

[14] Ángela Aparisi Miralles, en La revolución norteamericana, Aproximación a sus orígenes ideológicos, C.E.C. (Madrid 1995) pag. 32 y ss.

[15] Ibídem 35.

[16] Ibídem 36,

[17] Ibídem 39.

[18] Ibídem 40.

[19] Ibídem 40.

[20] Ramón Casterás, “Introducción”, La independencia de los Estados Unidos de América, en Ariel (Barcelona 1990) pag 10 y ss.

[21] W. Miller, en Nueva Historia de los Estados Unidos, en Ed. Nova (Buenos Aires 1961) Pags. 90 y ss.

[22] Ramón Casterás, (o. c. nota 20) 11.

[23] W. P. Adams, en Los Estados Unidos de América, en Siglo XXI (Madrid 1979) 113.

[24] B. Vicent, en “Introducción”, Thomas Paine, en Common Sens, en Aubier Montaigne (Paris 1983) 42.

[25] Ramón Casterás, (o. c. nota 20) 11.

[26] J. Béranguer y R. Rougé, en Histoire des idées aux USA. Du XVIII siècle à nos jours, en PUF (París 1981) 88 y ss.

[27] Ramón Casterás, (o. c. nota 20) 12.

[28] “Fue durante estos años infaustos cuando al fin el poder cayó de las manos de la oligarquía. Con la anulación de la cédula real, con el nombramiento de un real gobernador que actuaba como presidente del consejo, y con la propiedad en vez de la religión adoptaba por fundamento del derecho de sufragio, el viejo orden quedó irremediablemente desbaratado”. V. L. Parrington, en El desarrollo de las ideas en los Estados Unidos Vol. I Las ideas coloniales: 1620 a 1680, en Lancaster Press (Lancaster 1941) 125. Libro consultado el 10.04.2019 en el enlace:

https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=uc1.$b293554;view=1up;seq=159;size=175

[29] Reseña de historia de los EE.UU. en: https://ar.usembassy.gov/es/education-culture-es/irc/resena-de-la-historia-de-los-estados-unidos/ (13.04.2019). Editada con la colaboración de Richard Hofstadter, profesor de historia en la Universidad Columbia, y Wood Gray, catedrático de historia de Estados Unidos en la Universidad George Washington. La obra ha sido actualizada y revisada en forma exhaustiva por varios especialistas, entre ellos Keith W. Olsen, profesor de historia de Estados Unidos en la Universidad de Maryland y Alonzo L. Hamby, profesor distinguido de historia en la Universidad de Ohio. De aquí extraemos los datos que aportamos sobre la educación y la cultura de la etapa colonial.

[30] Ángela Aparisi Miralles, (o. c. nota 14) 53-54.

[31] Philip Jenkins, en Breve historia de los Estados Unidos, en Alianza (Madrid 2009) 49.

[32] Ibídem 53.

[33] Ibídem 62.

[34] Ibídem 65.

[35] Ibídem 75.

[36] Willi Paul Adams, (o. c. nota 23) 23.

[37] Víctor Méndez Baiges, en “Estudio Preliminar”, en Bernard Bailyn, en Los orígenes ideológicos de la Revolución norteamericana, en Tecnos (Madrid 2012) XXXIV.

[38] Bernard Bailyn, en Los orígenes ideológicos de la Revolución norteamericana, en Tecnos (Madrid 2012) 36.

[39] Ángela Aparisi Miralles, (o. c. nota 14) pag. 53 y ss.

[40] Ibídem 59.

[41] Reseña de historia de los EE.UU. (o. v. nota 29)

[42] Christopher Hill, en Los orígenes intelectuales de la Revolución inglesa, en Crítica (Barcelona 1980) pag. 14 y ss

[43] “Las notables diferencias entre las numerosas aportaciones bibliográficas han hecho de la segunda mitad del XVIII un terreno especialmente polémico. Por ese motivo, resulta difícil que se escriban libros que convenzan a una amplia mayoría de estudiosos y que, en pocos años, sean considerados clásicos. Éste es, sin embargo, el caso de “Los orígenes intelectuales de la Revolución norteamericana” de Bernard Bailyn”. Rafael Ramis Barceló, reflexión introductoria a la recensión que hace del libro de Bailyn “Los orígenes ideológicos de la Revolución norteamericana” en el número 28, Época II, de la Revista “Derechos y Libertades” de Enero del 2013.

[44] Bernard Bailyn, (o. c. nota 38) 4.

[45] Ibídem 4.   

[46] Víctor Méndez Baiges, (o. c. nota 37) XXXII

[47] Ibídem XXXIII.

[48] Bernard Bailyn, (o. c. nota 38) 35.

[49] Ibídem 37.

[50] Ibídem 38.

[51] Ibídem 42.

[52] Ibídem 43.

* Explica, Alberto Vanasco, traductor de la obra de Bailyn que venimos citando, que se refiere a los miembros de las ligas presbiterianas formadas en Escocia, que se obligaban mediante pactos (covenants) a defender su fe religiosa.

[53] Ibídem 45.

[54] Ricardo Cueva Fernández, en “Introducción”, en Cartas de Catón, en Agencia estatal B. O. E. (Madrid 2018) 11.

[55] Bernard Bailyn, (o. c. nota 38) 46.

[56] Ibídem 47.

[57] Ibídem 64.

*  Un estudio exhaustivo sobre las características, finalidad, contenido y tendencias ideológicas, así como sobre su incidencia y repercusión en las colonias norteamericanas, lo encontramos en Ricardo Cueva Fernández, Un estudio sobre las Cartas de Catón (1720-1723) y su difusión en las colonias británicas de Norteamérica, Res Pública. Revista de historia de las ideas políticas, Vol. 17 Num. 1 (2014): 59-82.

[58] V. L. Parrington (o. c. nota 28) 479.

[59] Bernard Bailyn, “Thomas Paine adalid de la Revolución Norteamericana. Como el “sentido común” se sublevó contra la tiranía”, En el bicentenario de los Estados Unidos. La primera revolución anticolonialista, El Correo (Unesco) Julio 1976, Año XXIX, 20.

[60] Jacques Janssens, en “El ciudadano Paine. De la Revolución Norteamericana a la Revolución francesa”, en En el bicentenario de los Estados Unidos. La primera revolución anticolonialista, El Correo (Unesco) Julio 1976, Año XXIX, 29.

[61] V. L. Parrington (o. c. nota 28) 481.

[62] Bernard Bailyn (o. c. nota 59) 22.

[63] Ibídem 28.

[64] Thomas Paine, en “Common Sense”, en Ramón Casterás, La independencia de los Estados Unidos de Norteamérica (traducción de Ignacio Hierro) en Ariel (Barcelona 1990) 98.

[65] Ibídem 102.

[66] Ibídem 113.

[67] Ibídem 129.

[68] Richard B. Morris, en Documentos fundamentales de la historia de los Estados Unidos de América, en Editorial Libreros Mexicanos Unidos (México 962) 10.

[69] Ibídem 16.

[70] “El 15 de mayo de 1776, el Congreso de Filadelfia, que representaba a las colonias resueltas a separarse de la madre patria, las invitaba a darse una Constitución. De los trece Estados que en el origen formaban la Unión, once habían seguido la invitación antes de la Revolución francesa. Los otros dos conservaron las Cartas coloniales que la Corona inglesa les había otorgado, limitándose a darles el carácter de constituciones; de este modo tuvo Connecticut la Carta de 1662, y Rhode Island la de 1663; de hecho éstas son las más antiguas Constituciones escritas, en el sentido moderno de la palabra. Georg Jellinek, en La Declaración de los Derechos del e influjo y del Ciudadano, en UNAM (México 2000) 93.

[71] “Esta Declaración de Virginia fue un verdadero modelo para todas las demás, hasta para la del Congreso de los Estados Unidos, que fue adoptada sólo tres semanas después”. Ibídem 93.

[72] “Pennsylvania, de 28 de septiembre de 1776. Maryland, de 11 de noviembre de 1776. Carolina del Norte, de 18 de diciembre de 1776. Vermont, de 8 de julio de 1777. Massachusetts, de 2 de julio de 1780. Nueva Hampshire, de 31 de octubre de 1783, puesta en vigor el 2 de Junio de 1784”. Ibídem 94.

“Conviene advertir que en las Constituciones de los Estados de Nueva Jersey, Carolina del Norte y Georgia, que no formularon declaración expresa, se reconocen también ciertos derechos naturales”. Restituto Sierra Bravo, en La Declaración de Derechos de Virginia, en Anuario de filosofía del derechoNº 14, 1969, págs. 129-146.

[73] George Jellinek (o. c. nota 70) 93.

[74] Restituto Sierra Bravo (o. c. nota 72) 137.

[75] “La década de 1760 vio como las viejas costumbres se convertían en motivo de agrias disputas, en parte por las nuevas leyes inglesas pero también por la alterada sensibilidad colonial”. Philip Jenkins (o. c. nota 31) 71.

[76] Aurora Bosch, en Historia de Estados Unidos. 1776–1945, Crítica (Barcelona 2005) 17.

[77] Ibídem 21,

[78] Restituto Sierra Bravo, (o. c. nota 72)

[79] Bernard Bailyn (o. c. nota 38) 77.

[80] Ibídem 79.

[81] Ibídem 86-87.

[82] Ibídem 89.

[83] Aurora Bosch (o. c. nota 76) 12.

[84] George Jellinek (o. c. nota 70) 130.

[85] “En el año 1764 apareció en Boston el trabajo <<The rights of the Colonies Asserted>> and Proved de James Otis sobre los derechos de las colonias inglesas. Se decía allí que los derechos políticos y civiles de las colonias inglesas no se apoyaban para nada en una concesión de la Corona (…) En ese trabajo se fijaba ya, bajo la forma que más adelante sería la de los <<Bills of Rights>>, límites absolutos al Poder legislativo, límites establecidos por Dios y la Naturaleza” Ibídem 131.

[86] Francisco Fernández Segado, en James Otis y el wrigts of assistance case (1761), en Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, núm. 18, Madrid (2014), págs. 155-192

[87] “Amamos, estimamos y respetamos a nuestra madre patria, y adoramos a nuestro rey. Y si se ofreciera a las colonias la posibilidad de elegir entre la independencia o la sujeción a la Gran Bretaña en cualquier término, exceptuando el de la esclavitud absoluta, estoy convencido de que aceptarían esto último”. James Otis, en Los derechos de las colonias británicas afirmados y aprobados, (Traducción de Ignacio Hierro) en Ramón Casterás, “La independencia de los Estados Unidos de Norteamérica”, en Ariel (Barcelona 1990) 83.

[88] Ibídem 97.

[89] Benjamin Franklin, en “Alegato del doctor Franklin en la Cámara Británica de los Comunes en contra de la Stamp Act para América” (Fuente: Benjamin Franklin, Autobiografía y otros escritos, Madrid, Editora Nacional 1982), en Ramón Casterás, “La independencia de los Estados Unidos de Norteamérica”, en Ariel (Barcelona 1990) 169.

[90] Ibídem 170-171.

[91] Ignacio María de Lojendio e irure, en La idea de libertad, desde el Pacto del Mayflower a la Declaración de Independencia, 1620-1776, en Revista de la Escuela de Estudios Hispano Americanos – Sevilla, Vol. I, NUM. 4 – Octubre 1949, 636.

[92] “El "Boston Port Act" de 31 marzo 1774, cerrando el puerto de Boston por la destrucción de un cargamento de té; el "Massachusetts Government Act" de 20 de mayo 1774, que tenía por objeto modificar la Constitución interior de la provincia de Massachusetts Bay retirando el poder ejecutivo de las manos de la parte democrática (o elegida) del Gobierno; el "Administration of Justice Act" de la misma fecha que cercenaba la jurisdicción local de la Provincia transfiriendo algunas competencias a otras Provincias o Colonias, y a la Gran Bretaña; el "Quebec Act" de 22 de junio 1774 que por extender el territorio de la provincia de Quebec y conceder expresa tolerancia a los católicos habitantes de la misma fue juzgado intolerable”. Ibídem 637-638.

[93] Ibídem 638.

[94] Ibídem 639.

[95] Ibídem 644.

[96] George Jellinek (o. c. nota 70) 107.

[97] Ibídem 108.

[98] Ibídem 109.

[99] Ibídem 109.

[100] Ibídem 109.

[101] Georg Jellinek dedica a ello todo el Capítulo VII - “La libertad religiosa en las colonias angloamericanas como origen de la idea de la consagración legislativa de un Derecho Universal del hombre” - de la obra que citada en la nota 70 a fundamentar esta cuestión.

[102] Restituto Sierra Bravo (o. c. nota 72) 134.

[103] Ibídem 134.

[104] Francisco Javier Conde García, en La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 y los derechos de la persona humana en el Mensaje de Navidad de 1942, de S. S. Pío XII, en Anuario de Derechos Humanos, Nº. 2, 2001, 156.

[105] Georg Jellinek (o. c. nota 70) 125.

[106] Francisco Javier Conde García (o. c. nota 104) 157.

[107] Ibídem 158.

[108] Ibídem 159.

[109] Horst Dippel, en El concepto de constitución en los orígenes del constitucionalismo americano (1774-1776), en Revista Fundamentos, num. 6 - Año 2010. 27.

[110] Ibídem 28.

[111] Ibídem 29.

[112] Ibídem 34.

[113] Ibídem 59.

[114] “Que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes, de los cuales, cuando entran en estado de sociedad, no pueden, por ningún contrato, privar o despojar a su posteridad; especialmente el goce de la vida y de la libertad, con los medios de adquirir y de poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y seguridad”. Ésta, y las siguientes transcripciones literales de la Declaración de Derechos de Virginia de 12 de Junio de 1776, las tomamos de la traducción de ésta que figura en, Georg Jellinek (o. c. nota 70) 163.

[115] Richard B. Morris (o. c. nota 68) 41.

[116] “Nosotros, los representantes de los Estados Unidos de América, reunidos en Congreso General, y apelando al Juez Supremo del Mundo en cuanto a la rectitud de nuestras intenciones, en el nombre, y por la autoridad del buen pueblo de estas Colonias, solemnemente publicamos y declaramos, que estas Colonias Unidas son, y de derecho deben ser, Estados Libres e Independientes, que se hallan exentos de toda fidelidad a la Corona Británica, y que todos los lazos políticos entre ellos y el Estado de la Gran Bretaña son y deben de ser totalmente disueltos”. La Declaración de Independencia, 4 de julio de 1776. Ibídem. (De esta obra tomamos, tanto esta cita como las siguientes que haremos a la Declaración de Independencia).

 

[117] Cédula fechada el 25 de marzo de 1584, otorgada a Sir Walter Raleigh y Sir Humfrey Gilbert en la que se les concedía Licencia para buscar remotas tierras paganas y no habitadas por los cristianos. El régimen de colonización que en ella se establecía, según la autora que citamos, “suponía la concesión de la propiedad de todo el territorio comprendido en el límite de doscientas leguas del lugar en el cual los nuevos habitantes levantasen sus residencias. La Corona se reservaba la fidelidad y una quinta parte del oro o de la plata que obtuvieran”. Ángela Aparisi Miralles (o. c. nota 14) 34.

[118] John Locke. (o. c. nota 7) 132.

[119] Ibídem 132.

[120] Ibídem 131.

[121] Ibídem 127.

[122] Philip Jenkins (o. c. nota 31) 75.

[123] “Artículos de Confederación y unión perpetua entre los estados de Nueva Hampshire, Bahía de Massachusetts, Rhode Island y asentamientos de Providencia, Connecticut, Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania, Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia”, en Luis Grau Gómez, en Orígenes del constitucionalismo americano. Corpus documental bilingüe. Volumen 3. Periodo Revolucionario 1765-1787, en Universidad Carlos III (Madrid 2009) 371.

[124] “El 15 de mayo de 1776, el Congreso de Filadelfia, que representaba las colonias resueltas a separarse de la madre patria, las invitaba a darse una Constitución”. George Jellinek (o. c. nota 70) 93.

[125] Luis Grau Gómez (o. c. nota 123) 105.

[126] Luis Grau Gómez (o. c. nota 123)

[127] “Considerando que todo gobierno debe instituirse y sostenerse para la seguridad y protección de la comunidad como tal y para posibilitar que los individuos que la componen puedan disfrutar sus derechos naturales y las demás bendiciones que el Autor de la existencia ha concedido al hombre; y que cuando estos grandes fines de gobierno no se consiguen, el pueblo tiene un derecho, con el consentimiento general, a cambiarlo y a tomar las medidas que considere necesarias para fomentar su seguridad y felicidad (…) Por la autoridad de que nuestros electores nos han investido, ordenamos, declaramos y establecemos la siguiente Declaración de Derechos y Forma de Gobierno para que sea la Constitución de esta comunidad”.

[128] “Que todo gobierno de derecho tiene su origen en el pueblo, se crea solamente mediante pacto y se instituye únicamente para el bien de todos (…) Que por ello el pueblo de este estado debe tener el único y exclusivo derecho a regular su gobierno y policía internos.”.

[129] “Que todo el poder político está conferido al [pueblo] y proviene únicamente del pueblo. Que por ello es el pueblo de este estado el que deberá tener el único y exclusivo derecho para regular su gobierno y política interna”.

[130] “Nosotros, por tanto, los representantes del pueblo, de quien provienen todos los poderes y para cuyo beneficio se destina todo gobierno, en virtud del poder delegado en nosotros, ordenamos y declaramos, y por la presente se ordena y declara que para el futuro gobierno de este Estado se adopten las siguientes reglas y regulaciones”.

[131] “Todo el poder ha vuelto al pueblo y con sus votos y libre elección han designado esta Convención y, entre otras cosas, la han autorizado a instituir y establecer el gobierno que considere más adecuado para garantizar los derechos y libertades del buen pueblo de este estado [y] más conducente a la felicidad y seguridad de sus electores en particular y de América en general. Esta Convención, por tanto, en el nombre y por la autoridad del buen pueblo de este estado, ordena, determina y declara que por ninguna razón se ejercerá autoridad alguna sobre el pueblo o los miembros de este estado sino la que se derive y esté otorgada por ellos”

[132] Ignacio Sánchez-Cuenca y Pablo Lledó, en Artículos federalistas y antifederalistas. El debate sobre la Constitución americana, en Alianza (Madrid 2002) 7.

[133] Ibídem 7.